Españoles, italianos, portugueses, alemanes, húngaros, rusos, chinos, caribeños, colombianos, ecuatorianos, peruanos, argentinos, chilenos, uruguayos y … pare usted de enumerar. Vinieron de todas partes. Venezuela era “la tierra prometida”. Tenía muchas ventajas. El clima, para empezar, que era amable. Había montañas de oportunidades para vivir en paz, para trabajar, para desarrollarse y progresar. En Venezuela el hambre era una palabra desterrada del lenguaje. Era un bochinche, sí, pero si se aprendía las miles de normas no escritas del juego, era posible hacer una vida provechosa. Y los bochinchosos venezolanos abrían las puertas con una sonrisa, un abrazo sonoro, un glosario de pasiones y una frase: “por favor, vengan”.
Los venezolanos no tenemos ni la menor idea cómo es eso de emigrar. Nunca lo habíamos hecho y nunca nos paseamos por la posibilidad que el destierro se convirtiera en realidad. Viajamos, sí, cada vez que pudiéramos, pero con fecha y hora de regreso. A la familia y vecinos les decíamos un sonriente “ya vengo”. Y regresábamos con souvenirs. Porque la norma no escrita marcaba que el placer vivido era indispensable compartirlo. La inmensa mayoría de quienes fueron al extranjero becados o financiados por el programa Mariscal de Ayacucho al cabo de sus estudios regresaron. Cualquiera fuera nuestra razón de viaje al extranjero, el “me voy” sin retorno no se nos cruzaba por la mente. Ahora, sea para trabajar en una empresa consolidada, desarrollar un emprendimiento o “limpiar pocetas” (todos oficios dignos y limpios), los venezolanos llegan a otras latitudes en cantidades impresionantes, como jamás antes había ocurrido.
No estamos ni física, ni financiera ni emocionalmente preparados para el exilio. Había cuentos, claro, de algún pariente que hubo de irse porque o la oferta había sido demasiado atractiva o algún gobierno con talento dictatorial le había hecho la vida a cuadritos. Pero en el guión siempre estaba el capítulo con el título “Volver”.
Ahora todo es raro. Rarísimo. En las redes circulan miles de ofertas de “vendo todo”. Todo. Incluso los recuerdos. En la maleta de emigrante no cabe nada que pese. Ni el álbum de fotos. Escanear entonces todas las imágenes se convierte en ejercicio de supervivencia emocional. Para verlas cuando la tristeza y la nostalgia aprieten.
Hay que tener muy claro que un gobierno que es un espantador de ciudadanos es de suyo patológico. Los que están sentados en las poltronas de poder padecen psicopatías graves. Sospecho que de ser sometidos a exámenes psiquiátricos con algo de rigor les esperaría reclusión en un centro de salud mental. Pero como bien me apunta un psiquiatra amigo, la maluquería no es necesariamente una enfermedad. Puede ser tan sólo eso, el accionar de gente con el alma inundada de perversidad y las peores intenciones.
Los que se han ido y los que se irán no pueden armar su nueva vida con la desesperanza montada en el cogote. Pero tampoco pueden olvidar a su país, no pueden convertirnos en un recuerdo. Yo tengo la esperanza que al cabo de unos años muchos regresarán, más sabios, más prudentes, mejores. Encontrarán un país en reconstrucción que les mandó un mensaje: “por favor, regresen”.
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