El despotismo de todos – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

La más importante obra escrita por el señor de la Brède, Charles Louis Secondat, mejor conocido como el barón de Montesquieu, es ese gran ensayo histórico-filosófico de comprensión de la vida social y política de los pueblos que lleva por título Del espíritu de las leyes, publicado en 1748, y que tanta influencia ejerció entre la gente cultivada, decididamente partidaria de la independencia americana. Su título, de hecho, sugiere libre voluntad: ese continuo y vívido movimiento del pensamiento pensante frente a las formas quietas, rígidas, positivas y, por eso mismo, muertas que le son tan afines, tan características, a la condición típicamente reaccionaria y conservadora de la ignorante barbarie. Porque el espíritu de las leyes está, según Montesquieu, muy por encima de su letra. El espíritu determina la letra de las leyes, no al revés. Las leyes positivas no están por encima de la “naturaleza” del derecho racional inmanente al espíritu. Las leyes positivas son letra muerta cuando la legalidad carece de legitimidad, cuando la coerción carece de consenso: “Las leyes son las relaciones que existen entre ellas mismas y los diferentes seres, y las relaciones de estos últimos entre sí”. El espíritu de la leyes configura, pues, el horizonte de la creación continua de la autoconsciencia, de la libertad en sí misma y para sí misma. Es el fuego eterno de la creación que crece y concrece.

En los regímenes políticos republicanos, el poder supremo se sustenta en el consenso popular, que asume, porque hace suyas conscientemente, las leyes positivas, dado que estas son el resultado de su propia determinación. En este sentido, las leyes construyen el Ethos de la sociedad. Pero en los regímenes que –inspirados en las formas de gobierno constitutivas de la tradición cultural oriental– impera la positividad de “la letra muerta”, el despotismo cobra cuerpo y el terror que lo tipifica va minando la fuerza de la libre voluntad del espíritu, mediante la continua amenaza de hacerlo explotar y destruirlo. Diseminar temor es, pues, la mayor garantía para la preservación del poder despótico. Y todo ello se puede llegar a producir no en el cambio de un régimen por el otro, sino en el interior del propio régimen republicano, con la ayuda decidida de un populacho ignorante, manipulado, resentido y barbarizado, una vez que –sustituida la educación estética por la ratio técnica– se introduce en el callejón sin salida de su propia corrupción: “Las repúblicas llegan a su perdición cuando el pueblo despoja de sus funciones a la Asamblea, a los magistrados y a los jueces; los gobiernos se pierden cuando se van cercenando poco a poco los privilegios de las ciudades o las prerrogativas de las corporaciones. Es el despotismo de todos”.

Ya no es el despotismo de uno solo. No se trata de una autocracia o de una tiranía; ni siquiera se trata ya de un grupo gansteril, de un cartel que ha secuestrado y sometido a todo un país para saquearlo. Se trata, más bien, y por decirlo de algún modo, de un “cesarismo” que se ha extendido y desperdigado entre todos y todo, como la mala hierba, y que se ha ido progresivamente apoderando del cuerpo social y político, haciendo del espíritu una entidad cada vez más disecada, inerme, sin vida. Se trata de una auténtica “peste negra”, como la sufrida por otros pueblos en otras épocas, pero que no proviene de un bacilo externo, sino de la interior corrupción, de la degeneración de una sociedad que ha sido inducida a representarse la ignorancia, la improductividad, el facilismo, la miseria, la violencia, la heteronomía y la igualdad “por abajo” –el “igualismo” – como sus más excelsos “valores patrios”.

Montesquieu elevó el despotismo de todos a categoría esencial para la comprensión de un determinado tipo de sociedad. Una sociedad en estado de decadencia, arrasada por sus propios demonios, por sus propios complejos ancestrales, en la que cada quien termina siendo, a su modo, el “tiranuelo de turno”, el pequeño “buen salvaje”, de sí mismo y de su entorno. Una sociedad que abandona la educación estética por las técnicas y las “metodologías”, el por qué por el cómo –y, sobre todo, por el cuánto–; que no pregunta por los orígenes y se conforma con darlo todo por supuesto; que considera que, por ejemplo, la lectura es cosa de un aburrido pasado que poco o nada tiene que ver con el presente y que el verdadero bien se encuentra en el hecerse de la mayor cantidad de dinero posible, “venga de donde venga”, o que no existe nada más elevado que la prepotencia de los honores que dan “los cargos” de poder. En fin, una sociedad dispuesta a dejarse convertir en “colectivo”, en “la masa”, que es capaz de transmutar su apariencia en esencia, es una sociedad que se ha condenado a sí misma y que tendrá que aprender en el exilio forzado a reencontrarse consigo misma, una vez que haya comprendido que tanto el despotismo de uno como el despotismo de todos solo puede servir para una cosa: para salir de él. Comprender, en última instancia, quiere decir superar.

Las sociedades, lo quieran o no, tienen historia, y la historia es mucho más compleja de lo que se suele creer. Decía Vico que la historia de la humanidad se diferencia de la historia natural porque hemos hecho la una y no la otra. Dice Marx en sus Manuscritos que desde que la humanidad comienza a transformar la naturaleza en tecnología comienza también a apropiarse de la historia natural. Pero cuando se presupone que la historia consiste en un conjunto de “acontecimientos” del pasado que estaban ahí para saber “cómo se vivía antes”, no se comprende bien que la mirada comprensiva del pasado tiene el propósito de advertir que los Monagas, los Guzmán Blanco, los Gómez o los Chávez no solamente no pueden seguir siendo adorados sino que conviene conocerlos a fondo para no tener que reconocerse nunca más en semejante pathos.

El principio supremo de todo despotismo –advierte Montesquieu– es el temor. Sembrar temor es cultivar pasiones tristes. Para salir de un determinado régimen político no basta con la participación en unos comicios electorales. Hace falta, sin duda, y tarde o temprano se tendrá que hacer. Coyuntura no es estructura. Pero si no se quiere seguir viviendo preso en el “eterno retorno” nietzscheano, conviene, de una buena vez, poner fin –via educationis– a los temores que vienen desde adentro. Habrá que ponerle fin a los fantasmas del despotismo interior, que “levanta la voz”, que está en todos y que solo alimenta la pobreza del propio espíritu. Y es que quizá sea ese el peor de todos los despotismos.

 

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