Por: José Miguel Vivanco
El domingo, el papa Francisco concluyó una esperada visita a Chile y Perú, en su sexto viaje a América Latina como sumo pontífice. La visita ofrecía una oportunidad para que aclarara su posición respecto a diversos escándalos de derechos humanos en la región. Para muchos, la visita terminó siendo una decepción mayúscula.
El papa Francisco podría haber dejado en claro su posición sobre los abusos del régimen de Nicolás Maduro en Venezuela, quien ha sumido al país en la más profunda crisis de derechos humanos de su historia reciente. Sin embargo, durante su semana en América Latina, el Papa no dijo ni una palabra al respecto.
Y no fue porque faltaran oportunidades. El día que Francisco llegó a Chile, Maduro amenazó con encarcelar a dos obispos por sus homilías durante la misa. Maduro advirtió que les aplicaría una ley adoptada por la Asamblea Constituyente oficialista que prevé penas de hasta 20 años de prisión para quien “fomente, promueva o incite al odio”. Según un medio, el Papa habría llamado en forma privada a los obispos para manifestarles su apoyo. Sin embargo, no repudió públicamente este avasallamiento a la libertad de expresión y religión.
El mismo día que Maduro amenazó a los obispos, miembros de las fuerzas de seguridad venezolanas y pandillas armadas del Gobierno abatieron a Oscar Pérez, un policía que había instado al pueblo venezolano a rebelarse contra el régimen, y a otras seis personas en Caracas. El Gobierno manifestó que se trataba de “terroristas” muertos en un “enfrentamiento”. Sin embargo, las pruebas disponibles —incluidos videos publicados en las redes sociales por Pérez anunciando su intención de entregarse y el certificado de defunción donde consta que varias víctimas recibieron disparos en la cabeza— sugieren de manera convincente que podrían haber sido víctimas de ejecuciones extrajudiciales.
El silencio del Papa con respecto a Venezuela durante su viaje a la región es consistente con su posición ambigua sobre la situación en dicho país. En efecto, ha manifestado su preocupación, a menudo con eufemismos, por la crisis de derechos humanos en Venezuela, pero sin denunciar la responsabilidad del Gobierno por los sistemáticos abusos de derechos que ha cometido. A veces pareciera que el Papa está describiendo una catástrofe natural en lugar del récord de un gobierno despótico. Por ejemplo, poco antes de su visita a América Latina, señaló acertadamente que Venezuela sufre una “crisis política y humanitaria cada vez más dramática y sin precedentes”, y luego añadió que espera que “se creen las condiciones” para que las elecciones logren solucionar los conflictos en el país. Las expresiones pasivas y abstractas del Papa para evitar atribuirle responsabilidad al régimen de Maduro terminan hablando por sí solas.
En Chile, muchos esperaban que Francisco condenara las decenas de casos de abusos sexuales de menores por los cuales se acusa a obispos y otras autoridades eclesiásticas. Al llegar a Santiago, el Papa pidió “perdón” en nombre de la Iglesia y manifestó sentir “vergüenza” por los abusos. No obstante, días después, defendió a un obispo acusado de encubrir casos de pedofilia, al sugerir que las víctimas no tenían pruebas convincentes contra él y concluir, entonces, que dichos señalamientos de encubrimiento eran una “calumnia”. En el vuelo de regreso a Roma, el Papa pidió perdón por pretender que las víctimas presentaran pruebas, pero reiteró su posición de que habían calumniado al obispo.
Ese tipo de expresiones por parte del Papa podrían disuadir a otras víctimas de denunciar, y constituyen una ofensa a la dignidad de quienes se han animado a denunciar abusos, enfrentándose al dolor y el estigma que ello implica. El cardenal Sean O’Malley, de Boston, quien está al frente de una comisión de la Iglesia Católica que tiene la misión de erradicar el abuso infantil por autoridades religiosas, criticó la lamentable intervención del Papa. Estas palabras “dejan desamparados a quienes han padecido violaciones criminales inaceptables de su dignidad humana”, opinó O’Malley, “y relegan a los sobrevivientes a exiliarse en el descrédito”.
A su vez, en Perú, muchos esperaban que Francisco se pronunciara sobre el escándalo generado por la liberación del ex presidente autocrático Alberto Fujimori, quien recientemente recibió un indulto humanitario. Fujimori cumplía una condena de 25 años de prisión por su papel en ejecuciones extrajudiciales, secuestros y desapariciones forzadas. Hay fuertes motivos para concluir que su indulto fue parte de una negociación para que el actual presidente, Pedro Pablo Kuczynski, se librara de un juicio político. La liberación de Fujimori provocó, con razón, la indignación de familiares de víctimas y miles de peruanos. En una carta pública al Papa, familiares de las víctimas sostuvieron que el presidente Kuczynski les había “arrebatado la poca justicia que [habían] alcanzado en estos años, con dedicación, esfuerzo y dolor”. Pero el papa Francisco no dijo ni una palabra sobre la liberación de Fujimori.
Cuando se anunció, en 2013, que Francisco sería el nuevo jefe de la Iglesia Católica, muchos creyeron que América Latina podría beneficiarse al contar con un Papa que parecía decir las cosas por su nombre al abogar por un mundo más justo. En la visita de la semana pasada, siguió refiriéndose a temas como la pobreza y los derechos de presos y pueblos indígenas. No obstante, en demasiadas ocasiones, el Papa ha dado señales de estar mucho menos comprometido con la defensa de los derechos civiles y políticos. Su visita a América Latina no fue la excepción.