Jean Maninat
No recuerdo la fecha exacta en que presencié la primera película de James Bond. Supongo que al cumplirse en octubre de este año el 50 aniversario de la proyección de Dr. No, la cinta iniciática, en el London Pavillion de Picadilly Circus, el estreno en Caracas debió realizarse en algún momento de finales de 1962 o principios de 1963, siguiendo la práctica, todavía arraigada en nuestro país en tiempos de globalización, de presentar las novedades fílmicas cuando ya son una crítica de ayer en las grandes capitales del mundo donde se estrenan.
Obviamente no existía Internet, de manera tal que nos enterábamos de la existencia de nuevas producciones, o bien cuando se estrenaban en Caracas según el capricho de las distribuidoras o, algo antes, si un amigo más avispado y con suerte regresaba de sus estudios en el norte con el recuento de lo que había visto en las salas de cine de New York o Miami, y una que otra rara avis, en Londres. Buena parte de la humanidad compartía con nosotros el oscurantismo temporal de seguir conectando con el mundo desde la baja edad media comunicacional que nos correspondía vivir.
Pero lo cierto es que, como prueba de que hay un designio divino y de vez en cuando benigno, finalmente una tarde mi hermano Charles y yo nos sentamos, literalmente engolosinados de Cocosetes y Pinpones, en el teatro La California a esperar la proyección de Dr. No en la pantalla de nuestro cinematógrafo de urbanización de clase media-media, tan lejos del Mata de Coco, el Lido o el Altamira, los cines en boga en aquel momento, y tan cerca de Petare.
Entonces… la oscuridad se apoderó de la sala y apareció Bond, James Bond, caminando indolente, mientras el cañón de un revolver le seguía los pasos y con gesto abrupto y elegante se giró hacia nosotros y nos disparó, con lo que después sería su mítica Walther PPK. Ya el cine no sería igual.
(En las secuelas posteriores, inmediatamente después del disparo, la pantalla se convertiría en una pecera amniótica donde flotaban o nadaban mujeres ingrávidas y semidesnudas mientras los créditos explotaban aquí y allá incapaces de sacarnos del hechizo colectivo).
Con el trascurso de la bala hacia el público embobado, Londres se convirtió en una ciudad al alcance de nuestros ojos, el glamour y la ordinariez de la guerra fría nos llevó de las retinas por escenarios extraños, poblados de hombres esplendorosamente ruines y mujeres deliciosamente peligrosas. Y aprendimos que había un ser, el agente 007, que por voluntad de su Majestad la Reina de Inglaterra y contra todo mandamiento religioso: ¡tenía licencia para matar!
Así como todo asceta que se precie tuvo una aparición transcendente que le reforzó la fe y lo alejó del pecado; nosotros, gracias al maléfico Dr. No, vimos emerger del mar caribe jamaiquino a Ursula Andress en un bikini blanco que le iluminaba el cuerpo tostado, nada voluptuoso, mientras sus cabellos empapados goteaban sal y tarareaba un incomprensible calipso agringado. Ya nada podría ser igual: habíamos descubierto a la diosa de las manualidades.
El resto es mucho de fábula y algo de realidad. El personaje del agente secreto al servicio de su majestad surgió de la imaginación y la vivencia de un exataché de los servicios de inteligencia naval inglesa durante la II Guerra Mundial quien, como es tradición en la pérfida Albión, recurre a la maquina de escribir para subsanar su magra pensión de funcionario público retirado, escribiendo una serie de exitosas novelas de espionaje (¿Remember Le Carré?).
Ian Fleming, el autor de las novelas sobre Bond, había palpado de cerca, muy de cerca, el ambiente vivido durante la segunda guerra mundial cuando el mundo del espionaje dependía todavía de la astucia para engañar con tretas casi banales al enemigo y, del arrojo físico de sus agentes. Nunca empuñó un arma, ni participó en operaciones secretas, pero tenía la creatividad suficiente para dar vida a lo que, probablemente, hubiese querido encarnar según el canon romántico de tantos espías británicos que expusieron el pellejo, o su prestigio de exalumnos de aristocráticas escuelas, para servir, tiempo después, a uno u otro bando cuando la guerra fría calentó el ambiente internacional.
A pesar de su prolífica y exitosa labor como escritor no había logrado, salvo algunos intentos sin destino, interesar a quienes manejaban, o pululaban en la industria cinematográfica a la búsqueda de un golpe de suerte. Pero llamó la atención de dos productores: Albert R. Brocoli un gringo de Queens de ascendencia calabresa, y Harry Zaltsman un judío de Quebec, ambos radicados en Londres. Habían olfateado el filón que significaba narrar, para el cine, las aventuras de un servidor público cuyo trabajo consistía en hacer realidad las fantasías de una sociedad que recién despertaba a los deleites del consumismo y comenzaba a zafarse del entumecimiento sexual: la occidental.
Compraron los derechos para llevar al cine las novelas de Fleming y le dieron el soplo de vida a uno de los mitos más perdurables de la cultura pop.
A Dr. No siguieron la icónicas Desde Rusia con Amor (1963) y Goldfinger (1964). En esta última, hizo su aparición el automóvil más emblemático de la historia del cine: el Aston Martin DB5, que tanto nos hace soñar a quienes nunca lo hemos poseído y tantos dolores de cabeza le ha dado a quienes lo han adquirido. (Es el mismo carro envenenado que Sam Mendes, el director de la última entrega de la saga, Skyfall, hace desguazar a munición limpia en un atentado desalmado y gratuito contra la tradición 007. Curiosa manera de rendir homenaje a sus antecesores).
En paralelo, muchos jóvenes aguzaban el oído y afinaban las guitarras de lo que sería la avalancha musical popular más importante del siglo veinte: el rock and roll, en todas sus variantes. Pero sobretodo, se urdía la invasión británica que, como una venganza tardía, inundó las estaciones de radio y las gargantas de sus primos norteamericanos.
Para entonces, cuando todas las iniciativas de la cultura pop germinaban exitosamente como las aventuras informáticas de nuestros días; James Bond, el agente secreto con licencia para dispensar la muerte, fue creciendo y labrándose un espacio entre guerrilleros triunfantes, democracias balbucientes, colonialismos menguantes, intelectuales totalitarios o complacientes, comeflores pacifistas, minifaldas y LSD. Al fin y al cabo representaba un éxito de taquilla milenario: la lucha entre el bien y el mal. Eso sí, aderezado por varios Martinis y mucho sexo.
No sé si los seguidores de Bond hemos logrado, como los feligreses de los Beatles con sus canciones, trasmitir a nuestras querencias el cosquilleo que nos recorre cuando escuchamos el soundtrack de cualquier película del imbatible agente secreto. A lo sumo nos habrán visto dudar, cualquier domingo por la tarde, entre escoger una de las secuencias de El Padrino o dirigir la garra codiciosa hacia la zona donde reposa, ordenadamente, la saga engatillada de Jame Bond.
Mientras tanto, hemos aprendido a vivir con la procesión de actores que han asumido el reto de suceder a Sir Sean Connery, el proletario escocés más distinguido del Reino Unido. Algunos han sucumbido en el intento. Roger Moore se bajó del Volvo 1800 que conducía cuando personificaba El Santo para asumir el rol del segundo mejor Bond de la historia; George Lazenby protagonizó una secuela que es mejor olvidar; Timothy Dalton prestó su apariencia de mayordomo sorprendido de poder encarnar tamaño personaje; Pierce Brosnan nos deleitó con su porte de muñequito de torta y su panoplia de gadgets inverosímiles como aquel divertido automóvil invisible.
Y Daniel Craig, el último en acción, se nos antoja un hooligan con corte de pelo neonazi, un montoncillo de resentimientos y trajes bien cortados, con la venia de Lampedussa, que poco agrega… salvo la nostalgia por el primer Bond. (¡Perdón, perdón!)
Sin embargo, Ursula emergerá eternamente del mar, Sean la espiará desde la playa, y nosotros, los puristas del shaken but not stirred, seguiremos reverenciando a los 007 venidos y por venir con la misma efervescencia juvenil. Al fin y al cabo siempre han sido y serán: Bond, James Bond, el agente secreto más cojonudo de la historia.
¡Que el espíritu de Fleming impida que terminen ordenando un Appletini!
@jeanmaninat
¿Presencié una película de James Bond? Las películas se ven, no se presencian. Escritor que se distancia de su lector, fracasa.
No soy escritor… sólo consumo películas, las veo,
las escucho, miro a mi alrededor y como cotufas…
comparto completamente tu opinión, disculpa que es un appletini?