Por: Sergio Dahbar
Me senté frente a Hans, mi amigo alemán, en el Café Arábica, al día siguiente de su llegada a Caracas, y recordé unas líneas de Blood Simple, la primera película policial de los hermanos Coen. Pensé que podían ayudarlo.
“El mundo está lleno de gente que se queja. El hecho es que nada viene con una garantía. No importa si eres el Papa, el Presidente, o el hombre del año, algo siempre puede acabar mal. Adelante, quéjate, cuéntale tus problemas al vecino, pide ayuda… En algunos países lo tienen todo resuelto: todos se ayudan como hermanos. Esa es la teoría, dicen. Pero nosotros somos diferentes. Aquí, estás por tu cuenta”.
Después disfrutamos de la mañana hasta que llegó el chofer, esta vez recomendado por mí, que lo trasladó al aeropuerto para recibir a su familia. Hans estaba feliz.
Lufthansa llegó a hora y la familia apareció contenta, a pesar de que la madre de su esposa se había torcido el tobillo en el aeropuerto de Frankfurt y debía moverse en silla de ruedas.
Los pasajes eran para las dos de la tarde. La primera sorpresa fue entender cuál era la puerta de embarque. La cambiaban cada media hora y nadie daba una respuesta certera. Abordaron cuatro horas más tarde, con el cansancio de un vuelo internacional.
La gente estaba agotada y molesta por la demora. En medio de la tensión, mis amigos no advirtieron que el pasaporte de la abuela se extravió. Se dieron cuenta cuando estaban frente a las maletas, en el aeropuerto Santiago Mariño.
Era un giro desacertado del destino. Sobre todo cuando una joven de la aerolínea les explicó que sin pasaporte la abuela no podría salir de la isla para regresar a Alemania.
Nunca dejaron de conocer las playas, que les parecieron sin duda unas de las más bellas que habían visitado en su vida. Pero en algún momento del día sentían el aguijón que les recordaba el pasaporte de la abuela.
Sin consulado alemán en Margarita, primero fueron al Saime en Porlamar, para evaluar posibilidades. Les explicaron algo obvio: ellos no despachaban pasaportes alemanes.
Les recomendaron que fueran al Espinal, muy cerca del barrio Los Bagres. Hasta allá peregrinaron con la abuela. Para nada. Les indicaron entonces que fueran a la policía de Margarita, para certificar el extravío del documento.
Estas cinco almas desventuradas entraron en las oficinas de las Policía de Margarita como los condenados que se acercan al día final. Exhaustos, confundidos, lejos del mundo, se detuvieron ante un oficial que los escuchó en silencio.
En un lenguaje austero, el oficial explicó que ya no daban esos certificados. “Se los emitíamos y la gente después no sacaba el documento’’. Hans intentó trasmitirle este argumento a su esposa, pero no encontró la manera y se calló.
“Qué hacemos’’, preguntó.
“Tienen que ir al Zaiber’’, dijo el oficial, como si se tratara de la cosa más común del planeta.
¿“Zaiber’’?, preguntó Hans.
“Si, el Zaiber. Allí compran una hoja, la llenan y nosotros la firmamos’’.
Pasó un largo rato en que la familia sintió enormes deseos de salir corriendo. Pero nadie lo dijo y al final un señor les explicó que se trataba de un Ciber. Estaba arriba de una panadería, a media cuadra. Allí fueron, compraron la hoja, la observaron como quien se detiene ante un mapa antiguo, lo llenaron y finalmente regresaron para la firma.
Muchos años después, los hijos de Hans recordaron el día en que vieron por primera vez el color del mar de Margarita. Nunca lo olvidaron. Como tampoco ese amuleto que guardaron por los años de los años como un preciado tesoro, la palabra Zaiber, un regalo del Dios de las pequeñas cosas que se escondía en la comisaría de Porlamar.