Publicado en: El Universal
“Es difícil lograr que la gente confíe en lo que escribes”, afirmaba Anne Appelbaum en entrevista concedida durante su visita a Caracas. Al recordar el tratamiento informativo que han recibido casos como el de la epidemia del coronavirus en China o el derribamiento del vuelo de Malaysia Airlines en 2014, la periodista norteamericana pone el dedo en la llaga de esa distorsión avivada por la era de la posverdad. Un trastorno que genera no sólo confusión, sino un escepticismo a prueba de balas: aun cuando la evidencia abunde, no todos están dispuestos a darle crédito. “La verificación de los hechos solo es exitosa entre la gente a la que le interesan los hechos”, dice, y su sentencia no deja de causar desazón. Junto a la avalancha de contenidos cuyo oficioso manoseo busca deliberadamente la imprecisión o la instalación de matrices de opinión favorables a ciertos intereses, los individuos parecen cada vez más reacios a aceptar la verdad fáctica para, en cambio, optar por la verdad de opinión. Esto es, creer en lo que se quiere creer, no lo que es.
Vaya paradoja: justo cuando la información cunde y nos inunda, la reacción ha sido un retorno a la cerrazón de otras épocas. El recelo del indignado y la incapacidad para considerar objetivamente otras variables, muta entonces no en necesidad de descubrir la verdad que portan los hechos, sino en algo más parecido a la fe.
Esa tensión cognitiva, claro, agusana especialmente el terreno de la política. Partimos de la premisa de que la política es lenguaje, un fruto de la comunicación mediada que habilita, según Arendt, ese “ser con otros”. Así que la labor de convencimiento y persuasión no sólo no puede excluirse, sino que es parte vital de tal intercambio. Ocupémonos de lo primero: para encaminarse hacia una verdad producto de la deliberación y la convergencia, para con-vencer (del latín “convincere”, vencer con y plenamente); para superar la duda razonable de quien afirma, niega, o cuestiona, importa contar con la disposición de ese otro a escuchar sin prejuicios y a responder, en gesto recíproco, con argumentos lógicos. Pero, ¿qué pasa cuando la lógica es degradada por el dogma, la idea por la ideología, el dato verificable por la emoción?
No es secreto que en país llevado por esa pasión sulfurosa que, antes de ennoblecer la adhesión a una causa y los ideales que la inspiran, reduce el buen juicio a la excitación estéril de la que habla Weber, (esa “maldición de la inanidad”) nos hemos hecho adictos a la emoción. Triunfa entonces la palabra preñada de wishful thinking y efectismo, el discurso “que gira en el vacío”, fascinante pero desprovisto de “todo sentido de la responsabilidad objetiva”. En este caso, todo indica que vale más volcar energías en el “como sea” -usado indistintamente por líderes de ambos bandos- que en el sereno bordado de razones que justifican una postura, que buscarían hacerla aceptable, válida para la audiencia. La persuasión que instrumentaliza el pathos y no el convencimiento que implica logos, rige en nuestro caso.
Choques como el que plantea optar por la vía insurreccional o la salida pacífica, por ejemplo. Debates como el de la efectividad de la política de sanciones generales vs las personalizadas. O, más recientemente, el de la participación en unas elecciones parlamentarias que, según anuncian ciertos actores, dependería de concretar unas presidenciales, son algunos campos donde la brega que implica el cálculo realista o la verificación de la evidencia es a menudo truncada por la guadaña de una monda –non-sancta– persuasión.
Claro, comunicarse con ese interlocutor asustado por la sombra de viejos fracasos y ávido de promesas que lo conforten, parece más fácil cuando se recurre al registro de la emoción, una tentación de la que la política no puede prescindir. Y acá lo discutible no es tanto detectar el hándicap y aprovecharse de una oportunidad para promover conexiones, sino que la equivocación de un liderazgo diletante y ofuscado por su vanidad, que cree en lo que desea creer, deje cancha libre a la sinrazón.
A merced de esa porfía cultivada desde diversos flancos –el de las redes es especialmente proclive a hermosear la imposición de la doxa, a hacer que algo parezca lo que no es- andamos los venezolanos. La pregunta entonces es qué hacer no sólo para neutralizar la traba, sino cómo lograrlo cuando el tiempo para decidir se agota. Convencer a sectores que se niegan a salir de su confortable celda de creencias, por ejemplo, acerca de la necesidad de rescatar el valor del voto o de su utilidad para generar cambios, parece que exigirá más que mostrar la abolladura en el mismo muro contra el que antes nos estrellamos. En este caso, quizás conviene apelar a una comunicación ad hoc que, sin traicionar el sentido de la realidad, armada de sensibilidad y lejos del foso de lo inane, nos recuerde también que la política es el arte de lo posible. Será necesario entonces que convicción, empatía y pragmatismo coexistan sin morderse entre ellos.