Después de un viaje espectacular a San Cristóbal llegamos al aeropuerto de Santo Domingo para regresar a Caracas. Ya con el boarding en mano, sólo quedaba desayunar pastelitos y comprar pan andino (bueno, no había pan, pero es igual). A la hora indicada avisaron que el vuelo estaba retrasado y seis horas después lo cancelaron. Es una escena natural hoy en Venezuela, con un sistema aéreo deteriorado, sin divisas y con precios regulados.
Ya no había vuelos en El Vigía, La Fría o Barinas, reducidos a su mínima expresión. Todo indicaba que había que quedarse, pero para mí esa no era una opción. Tenía la presentación de Escenarios Datanálisis la mañana siguiente y una conferencia sobre mi visita a Japón organizado por la embajada.
Sin tiempo que perder conseguí un taxi y salí sin pestañar con un estimado de 12 horas de odisea. Tan pronto entramos en la carretera el taxista mencionó que debía cargar gasolina. En Táchira los obligan a tener un chip para poner máximo 30 litros por día. Las primeras bombas estaban cerradas y cuando finalmente llegamos a una con gasolina, la cola suponía al menos dos horas de espera. Decidimos seguir, pero la situación se tornó crítica. En el próximo pueblo nos paramos a preguntar a un viejito dónde se conseguía gasolina. Él mismo ofreció diez litros a 400 bolos cada uno. Hecho el “deal” necesitaba ir al baño pero todo estaba cerrado. Regresé sin cumplir mi cometido y le pregunté dónde podía conseguir uno. Me miró como quien mira a un bobo y preguntó por qué no me iba a la matica. Seguimos sin resolver el problema. En el camino, el taxista me preguntó qué hacia yo en San Cristóbal. “Tuve varias presentaciones”, respondí. “Ah, ¿usted es cantante?”. Me reí y sólo dije: “¿con esta voz?”. Muchos pueblos y muchas bombas después: gasolina. La cola era feroz pero no había opción. Dejé al taxista en su puesto y me fui a buscar el baño y al verlo entendí la sabiduría del viejito anterior. Al regresar, el taxi estaba a dos puestos de echar gasolina delante de un camión. ¿Cómo llegó ahí? Supuse que le había pagado al camionero para colarse. Cuando le fui a reclamar, el camionero me reconoció: “el señor de Globovisión”. “No, vale, de Datanálisis”, respondí para no usurpar funciones. Pidió una foto y me manifestó su preocupación por los grados de corrupción a los que hemos llegado en el país. Tenía un ataque de moralidad bachaquera.
Regresado el taxista a regañadientes al puesto de atrás, el resto del viaje fue un poema. Habían 12 alcabalas en la autopista José Félix Ribas. Nos pararon en 8, y de esas 5 fueron consecutivas, con diferencia de menos de 3 kilómetros entre cada una. En la cuarta se me ocurrió hacer un chiste: “Esta debe ser la autopista más segura del mundo”. No se los recomiendo. El policía me ordenó llevar mi maleta al otro lado de la autopista y en una mesita de plástico inmunda chequeó artículo por artículo, con saña y placer.
Llegando a Valencia: Gasolina otra vez. No hubo bomba abierta en la vía y cuando el carro ya estaba echándose explosiones, apareció una bomba del otro lado de la autopista a la que recurrimos tirándonos prácticamente por un barranco para girar.
Ahora sí, rumbo a Caracas. Ya no puede pasar nada más. Bueno, sólo que estaban haciendo mantenimiento al túnel de Los Ocumitos y la cola parecía una panadería antes de la militarización. Ahora ya no hay colas… porque tampoco hay pan.
Fue una odisea. Pero llegué, cumplí mi responsabilidad con éxito y ratifiqué lo que he pensado siempre respecto a nuestro país. El camino puede ser largo, difícil y peligroso, pero hay momentos en la vida cuando hay hacer lo que se deba hacer pese a las trabas, la adversidad y el miedo.
Esa es la odisea de los que viajan por tierra, Miles de alcabalas que no sirven de nada, no hay gasolina, si no tienes el chip peor aún, huecos, y si se te ocurra accidentarte, mueres de mengua y de miedo.