Las abstracciones pueden ser un asunto de mucho cuidado, y no pocas veces pueden servir para ocultar la verdad, aunque no lo parezca. De hecho, y como decía Spinoza, “la apariencia esconde la esencia”. Es común el hecho de aceptar que lo abstracto es cosa difícil y de gran profundidad. La mayor parte de la gente huye de las abstracciones como si se tratara de la peste. Además, como casi todo el mundo se ha formado una representación general acerca de lo que considera ser abstracto, trata, en lo posible, de huir lo más lejos de ello. Los que no, esa gente –como decía mi viejo Maestro Pagallo– “demasiado culta”, que acostumbra frecuentar espacios propicios para exquisitas y distinguidísimas tertulias, suelen debatir acerca de la abstracción como de alguien a quien la sabiduría debe acoger con entusiasmo, como una benefactora y vieja amiga. Solo que, como su fama la antecede, la “vieja amiga” en cuestión le resulta a la audiencia un tanto pretenciosa, un tanto vanidosa y, a decir verdad, fastidiosísima.
En todo caso, el cada vez más escaso aunque todavía elegante mundo de los “conversatorios” –nombre que, por cierto, al autor de estas líneas (y el lector sabrá perdonar su atrevimiento dialéctico) le suele recordar los antiguos lavatorios–, parece mostrar algo de respeto por las ideas y las cosas abstractas y, ciertamente, las considera como algo elevado, razón por la cual suele apartar la mirada de semejantes alturas, de ese saber tan distinguido y especializado propio de las grandes mentes, de los grandes pensadores. A propósito de ello, Federico Riu, amante de la punzante ironía, recordaba, en alguna ocasión, cómo al leer un párrafo de Ser y tiempo de Heidegger los estudiantes de su clase iban progresivamente deslizándose o, más bien, resbalándose por el pupitre, al punto de –pensaban ellos– pasar desapercibidos, de tal manera que la inminente pregunta del victimario Riu sobre el “abstracto” significado de lo leído no recayera sobre una de sus víctimas. Tal es el temor de tener que vérselas con la abstracción.
En un artículo, escrito en Jena para la Revista crítica de filosofía, en 1802, Hegel formula, por cierto, la pregunta: “¿Quién piensa abstractamente?” y, no sin sorpresa para muchos, responde: “El hombre inculto, no el culto”. Los ejemplos de Hegel son reveladores. Bastará con dos de ellos para que el lector de esta Venezuela, desgarrada y sometida por las abstracciones de gente inculta –y por ello, prejuiciosa–, logre ubicar la sintonía adecuada en el “dial” de su paciente inteligencia. Tal vez, el esfuerzo no sea en vano y pueda constatar la necesidad de superar –cuanto antes mejor– esta recurrente pesadilla dentro de la cual, durante los últimos dieciocho años, ha estado inmerso.
“Un asesino es conducido al patíbulo. Para el común de la gente él no es más que un asesino. Quizá las damas hagan notar que es un hombre fuerte, bello e interesante. El pueblo, sin embargo, considerará terrible esta observación: ¿qué belleza puede tener un asesino?, ¿cómo se puede pensar tan perversamente y llamar bello a un asesino? ¡Sin duda ellas tampoco son mejores! Esta es la corrupción moral que prevalece en las clases altas, añadirá, quizá, el sacerdote, quien conoce el fondo de las cosas y los corazones”. Pero Hegel insiste: “Un conocedor de los hombres busca la manera de desentrañar la formación del criminal. Encuentra en su historia una mala educación, una mala relación familiar entre el padre y la madre, una tremenda severidad para una pequeña falta de este hombre en su pasado, que lo enconó contra el orden social. Habrá personas que cuando escuchen tales cosas dirán: ¡Este quiere indultar al asesino! Recuerdo todavía haber escuchado en mi juventud a un alcalde quejarse de que los escritores estaban yendo demasiado lejos, promoviendo vehementemente desarraigar el cristianismo y la honradez: alguien había escrito una defensa del suicidio; despreciable, realmente despreciable. Resultó tratarse de Las cuitas del joven Werther”. Y Hegel concluye: “Esto significa pensar abstractamente: no ver en el asesino más que esto abstracto, que es un asesino, y a través de esta simple propiedad anular en él todo remanente de la esencia humana”.
Un segundo ejemplo, quizá todavía más cercano a la miseria de las abstracciones del día a día que circunda este menesteroso presente: “¡Vieja, estos huevos están podridos!, dice la compradora a la mujer del mercado. ¿Que –replica esta– mis huevos están podridos? ¡Es ella la que está podrida! ¿Se atreve ella a decir eso de mis huevos? ¿Ella? ¿No murió su padre en la calle comido por los piojos? ¿No huyó su madre con los franceses, y no murió su abuela en un asilo? ¡Que se compre una camisa completa en lugar de andar usando ese chal de lentejuelas; bien sabemos de dónde sacó ese chal y el sombrero que usa; si no fuera por los oficiales, algunas no estarían hoy en día tan ataviadas; y si las estimadas señoras se ocuparan mejor de sus asuntos domésticos, veríamos a muchos sentados en la cárcel! ¡Que arregle los huecos en sus medias!”. La vendedora de huevos –concluye Hegel– piensa abstractamente. Por esa razón, todo lo reduce –característica esencial de las abstracciones–, todo queda teñido –el chal, la camisa, el sombrero, los huecos en las medias, etc.– por el “pecado” de haber encontrado los huevos podridos.
A la luz de los ejemplos expuestos por Hegel, es posible sorprender el tipo de “análisis” que se transmite, con insufrible persistencia, por los medios comunicacionales que han sido literalmente secuestrados por el actual régimen dictatorial. Una sarta de abstracciones asalta la pantalla televisiva. En ella se puede apreciar a ciertos personajes, que parecen brotar de la prehistoria de la humanidad –porque impunemente remedan a los valientes hombres de las cavernas, en su afán por conquistar la civilización, mientras que estos recorren el camino inverso, hacia la sombra de las cavernas– los cuales, sin el menor escrúpulo, mentan madres, atropellan la dignidad de sus adversarios, amenazan impunemente, calumnian, levantan falsos expedientes y cuentan el número de una enorme manifestación que los adversa –más de 1 millón de personas– si acaso en miles. Y todo por un justo reclamo: los huevos del régimen están podridos. Como se decía al inicio de estas líneas, las abstracciones pueden resultar en un asunto de mucho cuidado.