Me he preguntado muchas veces por qué, cada cierto tiempo, vuelvo a pensar en Michel Navratil, uno de los huérfanos más célebres del hundimiento del Titanic. Tenía tres años cuando perdió a su padre en el naufragio. Nunca encuentro una respuesta satisfactoria a semejante curiosidad. Puedo imaginar que las grandes tragedias resuenan entre los seres humanos de forma instintiva, porque podrían pasarnos a todos y no sabemos cómo reaccionaríamos. Es una hipótesis, tan frágil como cualquier otra.
De las 706 personas rescatadas, casi todas quedaron marcadas para el resto de sus vidas. A ninguna le resultó fácil volver a hablar del accidente. Dos hombres se suicidaron. Otro se dedicó a cruzar el Atlántico compulsivamente, con un récord insólito de 50 viajes. Sólo Edwina Troutt superó el trance con un espíritu férreo, sobrevivió a tres matrimonios después del hundimiento en altamar y vivió cien años. Era de platino.
Michel Navratil sobrevivió hasta 2001, cuando falleció debido a una insuficiencia cardíaca. Pateó 93 años, se jubiló de la Universidad de Montpellier, después de dar clases de filosofía y psicología. El 15 de abril de 1912 nunca se borró de su mente, aunque apenas tenía tres años. Con su hermano Edmundo, nueve meses menor, jugaron en las canoas de salvamento y en los pasillos hasta caer agotados. Comieron huevos en la cena. Después, en el teatro de la memoria, recordó que su padre se acerca a su litera y los despierta en la noche. Ese recuerdo es una marca indeleble.
El padre los viste rápidamente, corre por el barco, los mete en una canoa con una dama americana, Margaret Hays. Los hermanos creen que van a pasear. Michel Navratil memoriza entonces unas palabras que su padre susurra en su oído: “Dile a tu madre que la amo’’. Luego viene el pluf de la canoa sobre el agua. El sueño profundo, y por fin el buque salvador, Carpathia, en el que los sobrevivientes llegan a Nueva York.
Allí la historia encuentra un segundo cauce inesperado, otra respiración. Michel Navratil, padre, sastre checo en decadencia, había escapado de la ciudad de Niza, donde vivía toda la familia. Su esposa, Marcelle Carretto, bella descendiente de italianos, lo engañaba con un oficial de caballería transalpino. Se habían separado, y en un fin de semana de pascuas, mientras él cuidaba los niños, los secuestró.
Primero fueron a Montecarlo, donde compró tres billetes en segunda clase para Nueva York en el Titanic. Luego viajaron hasta Southampton para zarpar. Cuando los niños llegaron en el Carpathia a Nueva York, como huérfanos, miles de familias americanas se ofrecieron para adoptarlos. La noticia corrió como pólvora encendida por el mundo. Marcelle Carretto, en Niza, supo que eran sus hijos y acudió a buscarlos.
Michel Navratil guarda innumerables recuerdos que lo conducen inevitablemente a un laberinto del que no puede huir. Las agresiones continuas entre sus padres; una canción de cuna checa; un incendio en el apartamento de Niza; un caracol que su abuela perdió por la cañería del agua de la cocina; el amante de su madre era su propio padrino; un cuchillo muy grande en la mano de un abuelo; su incontinencia después de que una nodriza adorada en la infancia se fuera de la casa.
De su madre, sobrevive el dolor de saber que era popular entre los hombres, luego de aventurar una carrera de cantante en París. Con el tiempo la asaltó una psicosis de persecución: repetía que si no hubiera engañado a su marido, éste no habría huido y no estaría muerto. Para Michel Navratil, el destino trágico nunca se apartó de la familia. Un abuelo murió fulminado por la fiebre amarilla en Brasil. Nueve tías nacieron muertas. Por eso nunca usó la bañera de su casa. Temía resbalarse.