El otro día vi a un señor paseando a un perrito y me puse a pensar en la libertad. Esas vainas me pasan a veces: contemplo cualquier pendejada y me voy asociando una idea con otra. Casi siempre me tomo un café y se me pasa, o si no, me pongo a chatear por “whatsapp”, que es la mejor forma de perder tiempo y de embrutecimiento colectivo que ha inventado la humanidad desde que los romanos se plantearon el pan y circo hasta hoy. Y es que el perrito en cuestión quería ir para un lado y su dueño, ejerciendo fuerza sobre el collar con la cuerda, lo obligó a ir para otro. Pensé inmediatamente en quien ustedes imaginan. Sí, en ese -no por el perro, obviamente, él es él dueño- . Él nos trata como si fuera nuestro amo, como si supiera mejor que nosotros lo que nos conviene, como si nuestro criterio fuese el de un can que no sabe lo que hace y se encapricha -vaya usted a saber por qué olor que se le cruzó en el camino- a cambiar de rumbo. Cada vez que puede nos cae a palos, al punto que ya le tenemos tanto miedo que solo caminamos por donde él dice, casi sin contrariarlo y evitando cualquier tipo de presión que sabemos solo desencadenará más violencia. Encima estamos cundidos de garrapatas, sin perrarina, obviamente sin visitas al veterinario, sin baño y sin champú anti pulgas.
Nosotros tenemos más fuerza que él y unos colmillos capaces de arrancarle un brazo a cualquiera, pero somos mansos. Nunca aprendimos a morder porque nos criamos en un hogar, que no era el mejor y donde nos daban un correazo de vez en cuando, pero -con todas sus fallas- comparado con este dueño, aquello era el paraíso y aprendimos a ser civilizados. Con el cambio de dueño aprendimos que todo es relativo, que lo menos malo puede ser mucho mejor que lo muy malo. Que no es exactamente es lo mismo recibir un palazo cada 15 días que palo mañana y tarde.
Nosotros no podemos liberarnos de este tiránico nuevo dueño porque su uso de la fuerza es muy superior a nosotros. A pesar de nuestra mansedumbre, nos ha puesto preventivamente un bozal. Nos tiene todo el tiempo amarrados con la dichosa cadena y no hay un solo defensor de los derechos de los animales en toda la cuadra. Lo único que nos queda es ladrar, pero eso tampoco lo permite. Recibimos palos por los ladridos.
¿Qué podemos hacer? Una de las opciones es pegar la carrera. De hecho, algunos cachorros pertenecientes a este señor lo han hecho. Se cambiaron de perrera a una más amable y floreciente, pero los perros extrañan sus espacios, los territorios que han marcado su alma. Lo que sí debemos hacer -sin importar dónde te encuentres- es mantener viva la esperanza, que es lo contrario al miedo. La esperanza es activa, si no hacemos algo, no llegará o tardará más.
El punto es que no somos perros. Somos seres humanos. Un perro no es libre porque no elabora el concepto de la libertad, pero los hombres no hemos hecho otra cosa a lo largo de nuestra historia que buscar la manera de vivir mejor, no sólo en términos de eso que llaman bienestar, sino vivir en una sociedad política mejor, ejerciendo nuestro derecho a tener criterio propio. Claro que también cabe la posibilidad de que lo que llamamos libertad, sea un puro instinto y que somos de derecha o de izquierda, votamos o no, por la misma razón que un perro escoge un poste u otro. Yo me resisto a aceptar esta animalización a la que hemos sido reducidos. Nadie puede ser sometido para siempre: ni siquiera Corea del Norte o Cuba, por muy poderosos que sean sus amos. Algún día esos países -cuando sean verdaderamente libres-se preguntarán cómo un solo hombre pudo hacerles tanto daño. Nosotros también nos preguntaremos cómo pudo ser destruido nuestro país en el momento de mayor bonanza petrolera, pero sobre todo nos preguntaremos cómo fue que aceptamos tanta ignominia. “Abulia y barbarie”, que decía Picón Salas. Sé que algún día saldremos de esto, que este tiempo pasará, que el alma bondadosa venezolana va a prevalecer. Mientras tanto, no pararé de ladrar por lo que queda de la noche, hasta que amanezca otra vez.
¡Guau, guau, guau…..guauguaguguauuuuuuuu!