Recordé en estos días que pronto se cumplirán cincuenta años de una de las creaciones del sueco Ingmar Bergman (1918/2007), Vergüenza, considerado por críticos y especialistas como uno de los cineastas más grandes de la historia del cine. Paradójicamente, un artista escasamente revisitado en estos días.
Hijo de un pastor luterano, atormentado por valores como el pecado, la culpa y el castigo desde su infancia, en el seno de una familia donde los padres no se toleraron desde que nació. Hicieron lo que pudieron para mantenerse juntos a pesar de no tolerarse, realidad que le ofrendó a sus primeros años de vida la carga maldita de sentirse el vástago de un odio irracional.
Guionista, director de teatro y cineasta, tuvo cinco matrimonios, relaciones de pareja con tres actrices relacionadas con su obra (Harriet Anderson, Bibi Andersson y Liv Ullmann), y nueve hijos. Y su obra fue reconocida con tres oscars, 6 globos de oro, un busto Thalberg a su trayectoria cinematográfica, así como reiteradas estatuillas en Cannes, Venecia y Berlín.
Cuando tenía 50 años, en 1968, ya era una estrella del séptimo arte y había filmado 29 películas. Emprendió entonces la que sería su última película en blanco y negro de su primera etapa, Vergüenza. Una flor extraña en su filmografía, por ser concreta y política, sin vaivenes temporales, ni elementos simbólicos u oníricos intercalados en una trama de violencia y exterminio.
Todo ocurre en una isla, donde una pareja de artistas vive feliz, alejados del mundanal ruido. La pareja es interpretada por dos actores muy caros a su trabajo cinematográfico: Max Von Sidow y Liv Ullmann.
En esa isla se produce una invasión de paracaidistas. Intentan resistir el ataque soldados. Bergman deja fuera toda alusión histórica real. No se trata de ninguna de las guerras conocidas del siglo veinte. Y nunca se habla de un país específico. Claramente, es un alegato contra toda acción bélica. Y muestra cómo hay dos tipos de bajas en una confrontación. Los ciudadanos que mueren en los enfrentamientos y la moral de las personas que empieza a desintegrarse día a día.
Quien se haya paseado por la obra de Bergman y vea Vergüenza, se sorprenderá al ver las acciones bélicas. Poseen un realismo desconocido en sus películas previas. Pero no es esa violencia la que le interesa poner en evidencia.
Donde antes hubo felicidad y creación artística, ahora hay angustia. Un alcalde se transfigura en un funcionario que se aprovecha de los otros ciudadanos y al final es ejecutado. La mujer (Liv Ullmann) cae rápidamente en el adulterio. El marido (Max Von Sidow), en apariencia pusilánime, pasa al crimen inesperado.
Nadie se salva en Vergüenza. La gente se muere en las calles, víctima de la violencia. Pero el alma se pervierte rápidamente, y aparecen instintos salvajes a la hora de sobrevivir. De las primeras imágenes de un mundo ideal al paisaje después de la batalla, donde una de las primeras víctimas es la humanidad, no hay sino un trayecto feroz y letal. Es el resultado de toda guerra.
El epílogo resulta notable: la pareja intenta huir de la isla en un bote, pero se quedan en el medio de la nada, sin alimentos, rodeados de cadáveres. Primero intentan sacarse los muertos de encima. Después, la mujer le susurra a su marido: “Y todo este tiempo pensaba que debía recordar algo, pero se me ha olvidado el qué’’. Una frase que hubiese querido profundizar el gran Freud.
Hay que ver Vergüenza de nuevo, porque es cine puro y duro, pero además porque al verla uno recuerda el inicio de Alicia en el país de las maravillas: “O el pozo era en verdad profundo, o ella caía muy despacio, porque Alicia, mientras descendía, tuvo suficiente tiempo para mirar a su alrededor y para preguntarse qué iba a pasar después’’.