Por fin, después de ocupar uno de los primeros lugares entre los países más violentos del mundo, una denominada ley constitucional, que no es ley, ni es constitucional, “declara a la República Bolivariana de Venezuela como territorio de paz, contrario a la violencia en todos sus formas y manifestaciones” (artículo 3) y habiendo aparecido en Gaceta Oficial N° 41274, de fecha 8-11-2017, si alguien no acatare estos dispositivos que consagran la tolerancia, la convivencia pacífica y la prohibición de la violencia, dispone el instrumento que “quien públicamente o mediante cualquier medio apto para su difusión pública fomente, promueva o incite al odio, la discriminación o la violencia contra una persona o conjunto de personas en razón de su pertenencia real o presunta a determinado grupo social, étnico, religioso, político, de orientación sexual, de identidad de género, de expresión de género o cualquier otro motivo discriminatorio, será sancionado con prisión de diez a veinte años sin perjuicio de la responsabilidad civil y disciplinaria por los daños causados” (artículo 20).
En definitiva, pues, por obra de un acto “constituyente”, emanado de una asamblea que no fue convocada por el pueblo, habríamos alcanzado el fin anhelado de la “paz”.
Sin embargo, se ha olvidado un pequeño detalle: sin justicia no hay paz y para que aquella se imponga se requiere de hombres honestos e incorruptibles que apliquen el derecho según las exigencias de la ley, obedeciendo a los mandatos de su conciencia.
Este parapeto constituyente no es ninguna novedad en su contenido. Disposiciones sancionatorias vigentes como la instigación al odio o a la desobediencia de las leyes, de modo que alteren la tranquilidad pública, han llevado a la cárcel a cientos de venezolanos que simplemente han expresado sus posiciones adversas al gobierno, habiendo sido señalados por ellos como traidores a la patria, escuálidos, vendidos al imperialismo y como merecedores de celdas ya dispuestas en los antros penitenciarios venezolanos, en cuya entrada se podría leer como en el Dante: “Los que entráis aquí, abandonad toda esperanza”.
Esta pretendida “ley”, sencillamente, contiene disposiciones de censura y amenaza para cualquier disidente, dejando a salvo a los turiferarios del régimen, promotores de la paz y la concordia, lo cual, precisamente, no aparece en los innumerables programas de las televisoras oficiales que exhiben videos que exponen al desprecio público a los adversarios políticos.
Sin duda, el decreto de paz y condena de la violencia se ha olvidado de las madres que pierden a sus hijos en el mar de la impunidad que reina en el país y no toma en cuenta la agresión institucional “permanente y flagrante” contra una población que sufre las carencias de medicinas y alimentos, hundida en la desesperanza o en la conformidad del ciudadano más humilde que solo espera la dádiva de una bolsa de comida o un bono navideño de consolación para despertar al otro día en la cola madrugadora que se satisface con “lo que llegue”.
La paz no se decreta, ni las leyes sirven a tal fin. La paz es el fruto más preciado de una sociedad que transita o se enrumba por el camino del derecho y de la justicia, de la mano de conductores expertos que no se atrincheran detrás del poder para el logro de beneficios personales o de grupo.
Esta “ley” no acabará con la siembra de odio que ha tratado de prender en nuestro noble pueblo, que sigue siendo tolerante, afable, de buen corazón y abierto a los sentimientos de solidaridad y amistad; pero sí sumará nuevas víctimas de un sistema violento, que no soporta el disentimiento y que se ensaña y mantiene en cárceles de odio a quienes, simplemente, han hecho profesión pública de sus convicciones democráticas consideradas como “intenciones criminales” de oposición al régimen.