Dos cargas genéticas parecen condenarnos a los venezolanos como actores de una tragedia que, de ser tal, no tendría solución. Ellas predican la república como botín y, tanto para su solución como para su fatalidad, la inevitabilidad del caudillo; morigerado bajo la supuesta figura del “padre bueno y fuerte” que encarnaran El Libertador y el general Juan Vicente Gómez, durante los siglos XIX y XX.
En cuanto a lo primero, recuerda Andrés Bello (1810) que “en la gobernación de Venezuela era el hallazgo del Dorado, el móvil de todas las empresas, la causa de todos los males”. Y sobre lo segundo, basta leer cuando dice González Guinan en las páginas de su extensa Historia (1909), luego de prosternar y lapidar al Precursor Francisco de Miranda:
“En Bolívar estaba encarnado el genio… En él se encontraban maravillosamente reunidas las condiciones del Caudillo, las cualidades del guerrero, los talentos del estadista, la elocuencia del orador, la delicadeza del literato, la constancia del luchador, la firmeza del convencido, la resistencia del atleta, la reflexión del filósofo, la severidad de la disciplina, el desprendimiento de la abnegación, la grandeza de la generosidad y el íntimo convencimiento de haberlo organizado la Divina Providencia para creador y libertador de naciones”.
Guardadas las distancias ambas cargas se juntan, sin solución de continuidad, hasta la muerte de Hugo Chávez Frías. Luego, al asumir su causahabiente, Nicolás Maduro, predomina la primera, el saqueo del país en medio de una anarquía de liderazgos que no son tales por sus medianías y alergia a los libros. El saldo es el más trágico que haya conocido nuestro pueblo a lo largo de sus 187 años de vida republicana.
¿Es ésta nuestra partida de nacimiento o el contenido raizal de nuestra identidad?
A finales del siglo XIX, Rafael Seijas apunta que “no es extraño que Venezuela no tenga todavía una historia completa”; de donde podría predicarse que la identidad nacional del venezolano es aún cosa germinal.
No obstante, el archivo documental más importante de nuestro magro tránsito patrio ya ha sido sistematizado, pero bajo la idea de una historia personalizada, hija del culto al caudillo. Francisco Javier Yañez, Cristóbal Mendoza y Antonio Leocadio Guzmán publican así, entre 1826 y 1830, los Documentos relativos a la vida pública de El Libertador de Colombia y del Perú, que actualizan el sacerdote y General José Félix Blanco y Ramón Azpúrua, entre 1875 y 1877.
De modo que, dónde hurgar sobre nuestros orígenes, incluso a tientas, no es tarea difícil. Demanda, sí, auscultar las entrelíneas. Y difícil es hacerse de una apreciación objetiva en cuanto a las primeras décadas de nuestra vida institucional. Su narrativa la escriben quienes la dominan o sus amanuenses, es decir, las espadas con su épico quehacer, a fin de mutilar o diluir el pensamiento liberal de sus verdaderas víctimas, los hombres de letras.
Hasta entonces, hasta el derrumbe de la obra emancipadora que arranca en 1810 y concluye en 1812 con la caída de la Primera República, investigadores de la talla señera de Pedro Grases señalan, sin embargo, lo que es distinto y alentador, a saber, la existencia de una Venezuela de ideas y virtudes a finales del siglo XVIII, sin la cual no se explicarían los años de la emancipación e independencia.
Bello, en su Guía de Forasteros, afirma que “Venezuela tardó poco en conocer sus fuerzas, y la primera aplicación que hizo de ellas, fue procurar desembarazarse de los obstáculos que le impedían el libre uso de sus miembros”. Y es que para la época conocen los venezolanos la importancia de la libertad de comercio para el libre desarrollo social y político. Grases señala, además, que en el período correspondiente a las últimas décadas del ‘700, antes de que nos demos la primera Constitución, en 1811, el suelo patrio ve nacer a Francisco de Miranda, Andrés Bello, Simón Rodríguez, Simón Bolívar, Juan Germán Roscio, José Luis Ramos, Cristóbal Mendoza, Francisco Javier Ustáriz, Vicente Tejera, Felipe Fermín Paul, Francisco Espejo, Fernando Peñalver, Manuel Palacio Fajardo, José Rafael Revenga, Pedro Gual, el Padre Fernando Vicente Maya, Miguel José Sanz, Mariano de Talavera, Manuel García de Sena, Carlos Soublette, entre otros.
Se trata, con sus excepciones, del conjunto de nuestra primera Ilustración, parteros de un pensamiento humanista y democrático, dibujantes de nuestras aspiraciones como pueblo libre y soberano, guías del pensamiento político inaugural de la patria.
¿En qué momento y cómo se pierden o quedan ocultas, latentes, estas raíces fundantes, que nos dicen sobre otra Venezuela de valores, diferente de la bárbara y de botas que hoy nos maltrata?
Es esta, pues, la pregunta cuya respuesta, acaso, puede devolvernos el anclaje que nos permita mirar el porvenir con menos ánimo trágico.
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