Como ciudadano, como pueblo o, simplemente, formando parte de la Iglesia y de la gente común y corriente me pregunto: ¿qué significa para nosotros el diálogo?; ¿cuál es el papel del Vaticano?, y ¿qué podemos esperar en estos duros momentos de necesidades extremas que no nos amenazan, sino que ya han tomado cuerpo en la más cruda realidad?
Todos los días somos actores y testigos de la tragedia en la que se ha convertido nuestra vida, pendientes y en busca de la medicina que nos han recetado con tres o cuatro denominaciones farmacológicas escritas en récipes arrugados y amarillentos, en ejercicio de inútil repetición en todas las farmacias a nuestro alrededor y con la misma respuesta: “No hay”; los alimentos suben de precio en forma permanente; los sueldos no cubren las necesidades básicas; y las cantidades de billetes que se alojan en nuestros bolsillos nada compran de lo poco que se ofrece.
Niños con padecimientos crónicos y graves con madres desesperadas; indigentes que deambulan por las calles a la caza de algún alimento; instituciones de caridad a punto de cerrar sus puertas, pero confiando en la Providencia, que no desampara; la violencia y la inseguridad haciendo de las suyas en una ciudad sin ley y sin justicia.
Este, sin más, es el cuadro que aturde a la gente, al pueblo, al ciudadano de a pie que no le ve el queso a la tostada y contempla el espejismo de un “diálogo” de sordos que no comprende y del cual no surge resultado concreto alguno capaz de dar respuesta a las necesidades que nos agobian.
En medio de este crudo panorama, se ha manifestado la presencia del Vaticano, como facilitador –no mediador– con la tarea de contribuir a la solución del drama de una sociedad dividida, escindida, llevada a un lado y otro por planteamientos políticos teóricos difíciles de entender, fuera del alcance de la mayoría y que en nada contribuyen a procurar “el pan nuestro de cada día”.
El “dialogo” se puede prolongar “sine die”, según lo sostiene el gobierno; se afirma que quien no lo acepta, solo quiere la violencia, y su única manifestación concreta es el efectivo diferimiento de cualquier solución planteada, mientras avanza un plan inmodificable con medidas cada día más severas, de ajustes, de limitaciones que se añaden a un panorama de evidente y manifiesta violación de los derechos ciudadanos, en el cual lo que realmente se percibe, a la par de las carencias in crescendo, es la represión cada día más acentuada.
El Vaticano no es mediador en este duro momento para Venezuela. Es, simplemente, un facilitador en asuntos que están planteados en una mesa de diálogo, cuya existencia parece cada día más evanescente y etérea. Pero, siendo así que el Vaticano no se aprecia como separado de su compromiso con los más necesitados, todos los miembros activos de la Iglesia nos sentimos obligados a exigir que la solución de los problemas que se refieren a la agenda social, a las necesidades de la gente, a las condiciones mínimas para la subsistencia, conforme a la dignidad humana, se coloquen fuera del diálogo o por encima de este, de manera que tengamos respuestas concretas o medidas humanitarias que no pueden depender de proyectos de partidos o de cálculos políticos. En estos asuntos, no cabe facilitación sino, simplemente, la demanda de inmediata atención a lo que no puede esperar, porque está en juego el valor supremo de la vida y el compromiso de la Iglesia con los más débiles, como lo ha expresado, una y otra vez, la Conferencia Episcopal Venezolana.