Cuando era joven, de izquierda y estudiante universitario, no me gustaba Uslar porque era de derecha. No me interesaba mucho qué pensaba ni las cosas que proponía, porque para mí estaba condenado a priori. Mi orientación: izquierda buena y derecha mala, calzaba bien como brújula de mis convicciones políticas. Fidel Castro era bueno y Pinochet malo, era sencillo. Los fusilados del primero merecían morir por contrarrevolucionarios, los del segundo constituían una muestra de barbarie. Así opera la conciencia cuando uno es radical, cuando prefiere etiquetar el mundo en vez de pensarlo. En la medida en que voy envejeciendo (o derechizándome más, dirán los hombres de mazos), me he dado cuenta de que el esquema no funciona, de que el mundo no es tan cuadriculado, de que matar está mal en cualquier caso y de que un régimen que no ha hecho elecciones en 60 años no puede llamarse democrático, tampoco –necesariamente- uno que hace 20 en 17 años, porque entendí que democracia es una forma de coexistir y que medir a la gente por su inteligencia, sensatez y sentido común, resulta más útil que el esquema derecha-izquierda. Razón tenía Platón cuando decía: “hijo mío, eres joven: el paso del tiempo te hará cambiar de opinión sobre muchos puntos y te hará pensar lo contrario de lo que piensas ahora” .
Ahora pienso que Uslar es una de las mentes más brillantes y uno de los venezolanos más comprometidos con el país que hemos tenido en nuestra historia. Esta semana se cumplieron 110 años de su natalicio, que pasan por debajo de la mesa en un país que no tiene la costumbre de honrar a sus héroes civiles, ni a la inteligencia y cultura que produce. La presencia del petróleo en nuestro devenir como nación fue una obsesión para él. El rentismo alegre y la idea de riqueza fácil que se nos instaló en el ADN colectivo le angustiaban profundamente. Suya es la famosa frase de “sembrar el petróleo”, también la expresión “realismo mágico” usada para referirse a la literatura latinoamericana cuando muestra lo absurdo como común (así como nos pasa en la vida real, pues). Era predilecto de los humoristas por su manera de hablar que expresaba su angustia. La imitación que de él realizaba el gran Cayito Aponte con su parodia “Volar es Humano” dirigida a sus “amigos inservibles” (por “Valores Humanos” y “amigos invisibles”, que era la forma como Uslar saludaba a la teleaudiencia) es memorable.
Vivió una vida modesta, decente, rodeada de libros y de cultura, siempre alertando sobre los riesgos que el devenir político del país contemplaba en términos de falta de compromiso, honestidad, inteligencia y verdadero amor por Venezuela. Nunca prestamos mucha atención a los llamados “profetas del desastre” y de tanto correr la arruga llegamos a la debacle económica, política y moral que este nefasto tiempo nos legará trágicamente como herencia y que constituye –probablemente- el más grave riesgo que ha afrontado la existencia de la República desde su nacimiento.
En su libro “Educar para Venezuela” dice: “Todo hombre que piense con seriedad que el mundo tiene que progresar… tiene que admitir que el gran instrumento de cambio y de progreso del hombre es el saber, no es el puño, no es el grito, no es el golpe, no es el arma, es la cabeza”. De allí su inquietud por la (mala) suerte de nuestras universidades: “en la Universidad venezolana se está decidiendo el destino de Venezuela…Con una universidad de segunda clase no puede hacerse un país de primera clase”.
Ahora que ya no soy tan joven, no etiqueto a las personas, admiro el conjunto de una vida cuyas acciones fueron guiadas por el amor al país y la inteligencia, dos de las virtudes más estimables en un ser humano. Pienso que si Venezuela ha producido a gente como Arturo Uslar Pietri, este es un país extraordinario en el que más temprano que tarde renacerán los sueños que movieron a su generación, quizá la más lucida que ha conocido Venezuela, a edificar la republica civil que tanto anhelamos en esta aciaga hora.