Por: Alberto Barrera Tyszka
No hay nada peor para un columnista que escribir contra el tiempo. El reloj de las rotativas es distinto, pertenece a otra época. Convierte a la imprenta en un pesado animal de museo. Escribo estas líneas el jueves en la mañana pero el comentario obligado de la semana tendría que ser sobre lo que ocurrirá esta tarde. Mi desventaja es que le llevo unas horas de ventaja a la realidad. Estas palabras son un salto al vacío del domingo.
La propuesta del diálogo entre gobierno y oposición ha encontrado mucha resistencia en un sector de quienes adversamos a este gobierno. Se trata de una postura que piensa que conversar con el gobierno supone una claudicación, un pacto que solo legitima al oficialismo. Esta postura, definida con irónica precisión con el adjetivo “sexy” por Luis Vicente León, aprovecha la indignación, el dolor, la genuina rabia ciudadana. El problema es que no tiene futuro. Es un proyecto cuyo destino es la violencia en cualquiera de sus formas: el endurecimiento represivo, un golpe militar, una invasión…Quienes se oponen al diálogo solo ofrecen una fantasía instantánea. Pero, en verdad, por ahora, no hay otra vida más allá de las guarimbas.
El Twitter te permite ser épico fácilmente. Basta con utilizar un pseudónimo y una caricatura como avatar y ya puedes comenzar a ser un héroe de las barricadas, un aguerrido líder oculto tras el teclado del computador. Jean Maninat lleva tiempo desnudando brillantemente a estos súper líderes del anonimato, siempre dispuestos a ser radicales a la hora de mandar a otros a dejar el pellejo en las alambradas. Son los puristas de la antipolítica. Aquellos que todavía no entienden que la historia de la civilización es una larga y difícil victoria de la diversidad sobre la violencia, del diálogo sobre los golpes.
Fatalmente estamos condenados a dialogar. Con todas las suspicacias y con todos los resquemores. Con las heridas y con las denuncias. Aun con todo el pesimismo, nadie puede negarse a esa experiencia. Y esto es válido para las dos partes. Más allá de toda la demagogia cantinflérica, para el gobierno el diálogo es también una derrota. Los obliga a reconocer a quienes se empeña en desconocer. Los obliga a darle una estatura que siempre les han negado a sus adversarios. Eso, tal vez, podría ser el inicio de un cambio importante en el imaginario, en el territorio simbólico del país: el regreso del sentido de la alternancia.
Quizás sea éste punto medular en toda esta dinámica del diálogo. Lo qué esta en discusión, en el fondo, tiene que ver con cómo el chavismo se concibe a sí mismo, con la idea que tiene del poder y de la historia. El lunes pasado, en su programa de radio, Nicolás Maduro negó que el diálogo fuera una negociación y afirmó: “Es que a mí no me pertenece este poder, este poder le pertenece a la revolución”. Eso es precisamente lo que en verdad debatimos. La hipótesis desde donde se piensa el chavismo. La idea de “la revolución” como concepto, aun más importante que el país, aun más prioritaria que la idea de la pluralidad de todos los ciudadanos. Venezuela no es de todos. Venezuela es de lo que algunos llaman “La revolución”.
El punto de partida del diálogo debe asumir la conciencia de que Nicolás Maduro preside un gobierno no una “revolución”. Porque justo lo que está en crisis, más allá o más acá del precipicio económico en el que andamos, es el ejercicio autoritario del poder queriendo imponerle su definición al resto del país. Los gobiernos son temporales, las revoluciones viven para ser eternas.
Más allá de lo que ocurra, de lo que ya haya ocurrido, este jueves no soy muy optimista. Hay una condición previa e inasible para el diálogo. Que el gobierno de Maduro quiera ser solo un gobierno. Socialista, bolivariano, lo que sea…pero un gobierno. Nada más. Un gobierno temporal, pasajero. Que entienda que la diversidad y la alternancia no son un delito. No hay muchas señales para pensar que eso sea posible.
Ya es domingo. Ojalá me haya equivocado.