Por: Alberto Barrera Tyszka
Estoy por pensar que tenemos más reservas de delirio que de petróleo y de gas.
Nuestra capacidad para el disparate es infinita, no tiene fondo. Pareciera que de pronto hubiéramos descubierto la inmensa rentabilidad del absurdo.
“Hablar del comandante inmortal es hacer patria”, dijo esta semana Nicolás Maduro. De esta manera, trataba de proponer un argumento frente a quienes critican que Chávez sea su mensaje, su principal oferta electoral. Le di varias vueltas a la frase. La miré al derecho y al revés. La doblé, la estiré, la desarmé y jugué a mudar sus sílabas. La colgué del techo. La dejé respirar sobre la mesa. Nada. No hubo manera. La releo y todavía ahora me parece una cuchillada a cualquier lógica.
Incluso más lamentable: me parece una traición a lo mejor del chavismo.
Otro ejemplo: “Nosotros insiste Maduro en proponer alguna coherencia que justifique su campaña, para ser nosotros mismos, tenemos que nombrar, vivir y tener a Chávez, cada segundo de la vida que estamos viviendo hoy, mañana y siempre: Chávez, Chávez, Chávez, Chávez…”. Me pasó lo mismo.
La primera vez que leí estás palabras quedé encandilado.
Pasé varios segundos parpadeando. Lo mejor es detenerse y dejar que los ojos se deslicen varias veces sobre cada línea. Despacio. Poco a poco, se va haciendo claro el sentido. Y resulta, sin duda, asombroso. Casi es una definición involuntaria de la alienación.
El “líder supremo” termina convertido ahora en un instrumento de dominación, en un procedimiento de aniquilación de la conciencia.
Lo que el poder está haciendo con la figura del fallecido presidente comienza a estar fuera de control. Todo puede ser posible, potable. Jorge Rodríguez dice en VTV que “deberíamos llamar a Caracas como la novia de Chávez”. El delirio se contagia más rápido que el dengue. A este paso, nadie se extrañaría si, muy pronto, empezaran a multiplicarse los desatinos. A cualquier funcionario muy celoso de su trabajo se le podría ocurrir que, a partir de ahora, todas las cédulas de identidad del país lleven la firma en rojo del comandante. Incluso podría crearse un sistema de evaluación patriótica según el cual algunos ciudadanos, cuya lealtad revolucionaria no esté suficientemente comprobada, sean condenados a llevar, en su documento de identidad, la firma de Chávez pero en color azul. Cualquier cosa vale.
¿Un programa semanal que rescate los mejores momentos del Aló, Presidente? ¡Por favor! ¡Eso es una mezquindad burguesa! ¿Por qué no tener un canal de televisión y una emisora de radio, dedicados a transmitir, las 24 horas al día y de manera exclusiva, la vida y obra del nuevo libertador de la patria? No entiendo cómo algún diputado con mucha iniciativa aún no ha planteado algo así. La programación podría incluir de todo. Programas infantiles, espacios de discusión y debate, documentales, viejas entrevistas y alocuciones; pero también seriados melodramáticos, horas de humor, concursos de canto.
Incluso podría producirse un reality show donde participaran algunos de los allegados a Chávez, obligados a convivir y a competir bajo la premisa: “Yo lo conocí mejor”.
Cualquier cosa vale. A la línea religiosa, que impulsa la fantasía de la resurrección, la ilusión de que Chávez renacerá y volverá a vivir si votas por Nicolás Maduro, se suma esta suerte de exaltación colectiva en la cual la imagen del líder puede servir para todo, puede asociarse a cualquier cosa y en cualquier momento. Se trata de enfrentar todas las situaciones con el mismo método. Chávez es ahora un producto multiusos en manos de la salvaje mercadotecnia oficial.
No habrá debate porque esto no es un asunto de ideas.
No estamos para esas densidades. Aquí sólo importa la emoción. Maduro critica aguerridamente las telenovelas pero, en gran medida, su campaña es un culebrón que para qué te cuento, Leonardo Padrón. El centro ideológico de la oferta electoral del PSUV es una novela rosa. Una historia clásica y conservadora. Según nos narra el relato oficial, la pobre Venezuela, un tanto tonta e inocente, infantil y sin demasiadas luces, se enfrenta a la decisión crucial de elegir entre Nicolás, “un hijo legítimo y directo de Hugo Chávez”, y Henrique, un “bastardo”, de apellido ajeno y machismo no probado.
Ese es el discurso de fondo de la autollamada “revolución bolivariana”. Sus asesores saben más de Delia Fiallo que del Che Guevara. Rehúyen el debate porque lo que está en discusión es el amor y la fidelidad. Con un parlamento que parece sacado del capítulo 124 de una teleculebra tradicional, Maduro afirma: “Chávez nos dejó un testamento, y cuando un padre deja un testamento, los hijos tienen que dar la vida porque se cumpla”. El Derecho de Nacer pesa más que todos los libros de Marx y Engels.
Quizás por eso Tibisay Lucena no interviene, no hace nada. Está distraída. Está viendo la telenovela.