Dos consideraciones preliminares demandan la atención del lector, al momento de contribuir a responder la interrogante que ha sido usada como premisa mayor de las presentes líneas: la primera, relativa al significado concreto de la expresión “constituyente”. La segunda, remite al concepto de “oclocracia”. Solo entonces, y sobre la base del conocimiento acerca de lo uno y de lo otro, será posible dar cuenta de la pregunta que interroga acerca de semejante inadecuación, tanto de la cosa en sí misma como de la cosa en su concepto, es decir, de su carácter doblemente contradictorio, tanto en sí como para sí, más allá de los alambiques ideológicos o de los constructos de triste malversación, propios de un lenguaje cada vez más pobre, más corrupto y delincuencial: cada vez más vergonzoso y triste.
Un lenguaje pobre es prueba inequívoca de pobreza espiritual. El siglo que recién inicia pareciera comportar una irreconciliable incompatibilidad entre las nuevas –sin duda alguna, maravillosas– fuerzas productivas y las –retardadas o instintivas– relaciones sociales. Incompatibilidad estimulada por el predominio de la voraz metodologización de la vida, característica del entendimiento abstracto. De hecho, el entendimiento, llevado por la vía de las abstracciones y los reflejos, ha logrado separar radicalmente el significado de las cosas de las cosas mismas, en nombre de “la ciencia” y “el progreso”. Decir y ser han devenido entidades irreconciliables. Se transita dentro de un nuevo escenario mundial, signado por formas cada vez más vaciadas de contenido y a la inversa. Se dice lo que no es y lo que no se hace in der praktischen. Se piensa por un lado y se es por el otro. Janos, el antiguo dios de las dos caras, quedaría pasmado frente a este espectáculo general de creciente esquizofrenia colectiva, a mitad de camino entre la apocalípsis y la integración. Agregue el lector las piruetas y malabares que un demagogo, lerdo e ignorante, pueda hacer con su mísero –y, en consecuencia, previsible– lenguaje y obtendrá una “constituyente obrera”, una “constituyente militar” o una “constituyente” con cualquier otro adjetivo calificativo que se le pueda pasar por su retorcida e intoxicada cuadratura mental o por su desproporcionada y obesa humanidad.
Constituyente no quiere decir proceder a la refundación de un determinado Estado para obtener un conjunto de leyes, reglamentos y normativas positivas –positium quiere decir puesto, inmóvil–, muertas, escritas con el objetivo de dormir “el sueño de los justos”. Una constituyente es un acuerdo de gobernabilidad consensuado, vivo, activo –es decir, no constituido sino, precisamente, constituyente– que permite dar concreción a la adecuación –la adequatio– de las fuerzas productivas y de las relaciones ciudadanas, sobre la base de las necesidades objetivas de toda la sociedad civil –la libre voluntad general– y de la consecuente exigencia de su cumplimiento. No se trata de un mero querer, de un desiderato, un sollen sein o deber ser. Se trata de la unidad del ser y del pensar, de la palabra y el hecho, de la identidad de la racionalidad y de la realidad efectiva, de la garantía del cumplimiento de una determinada concepción histórica de las relaciones económicas, sociales y políticas de la sociedad entera. Y, en este mismo sentido, ella es eticidad, expresión manifiesta del espíritu del pueblo.
Acerca de la oclocracia solo conviene recordar, con Aristóteles, que se trata de un gobierno degenerado –“el último estado de la degeneración del poder”–, que se sostiene sobre el vicio, la ilegalidad y la violencia, dado que ha perdido, a consecuencia de sus acciones corruptas y demagógicas, todo propósito, a no ser la conservación misma de sus propios privilegios. En síntesis, se trata del despotismo de un gang, de un grupo corrompido, tumultuoso y pendenciero, a la cabeza del cual se encuentran los capos que han secuestrado a todo un país. Bestias de pelos y uñas, sátrapas de iraníes y cubanos, al servicio del terror y el narcotráfico. Si, al decir de Maquiavelo, el Príncipe debe ser mitad león y mitad zorro –mitad fortaleza, mitad astucia–, el oclócrata se caracteriza por ser mitad gorila y mitad asno –mitad brutalidad, mitad estulticia– con el agravante de que existen casos en los que logran desdoblarse. (Y quizá sea este desdoblamiento lo que permita comprender la cínica función que debe cumplir Robin del Guaire, el psiquiatra). No vale la pena mencionar a los leguleyos saltimbanquis –traidores de oficio– que se prestan para lo que sea con tal de obtener el último modelo de la Mercedes-Benz. No lo merecen.
Es menos que un garabato la grotesca convocatoria para la realización de una constituyente en la que solo pueda participar una mínima representación de la sociedad –por cierto, la más reaccionaria y anacrónica–, con el único afán de que un grupito de truhanes puedan mantenerse en el poder a toda costa. Que un mediocre maestro de escuela declare que así “incendien el país entero” no habrá elecciones y que, al mismo tiempo, elogie “la constituyente obrera” es un síntoma inequívoco de temor a las grandes mayorías que exigen el fin de un régimen de oprobio y miseria. Pero, además, es el ocultamiento de la verdad y la consumación de un nuevo fraude contra todo el país. Una constituyente es, de suyo, la re-unión de la diversidad, el gran diálogo-acuerdo de una nación en su completitud, por lo cual ella representa a todas y a cada una de sus especificidades. No es, en consecuencia, una partida de póker –con las cartas marcadas– en el cabaret de los mafiosos. El tiempo de los engaños pareciera haber llegado a su fin. Nadie está dispuesto a sentarse en la mesa del crimen, manchada con la sangre de los inocentes.
La presencia de un fascista pronto pone en evidencia el inconfundible tufo narcótico de la mafia. Quienes sinceramente alguna vez creyeron en ellos ya los conocen bien. Saló sigue siendo el modelo hiperuránico de toda “constituyente obrera”, el emblema de la inadecuación del lenguaje y la cosa, el Auschwitz de toda eticidad. Pero es, además, el punto de llegada de la crueldad propia de la barbarie retornada en la historia.
Prtendo creer que oclocacracia es mas bien, un término elegante para lo que realmente aspiran estos personajillos; en esencia, creo que el mas apropiado deberia ser Cloacacracia, por el olor nauseabundo de esta propuesta ya que a todas luces o mejor “a todas narices” la fetidez de la actitud de los mismos es manifiesta. De hecho, son una especie de ANTI-MIDAS, ya que todo lo que “tocan” no lo transforman en oro o riquezas precisamente si no en degradacion y los mas bajo de la condición humana. GENIO Y FIGURA!