Por: Jean Maninat
El 25 de febrero de 1956, en sesión cerrada del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética, Nikita Kruschev, quien emergía como primer secretario y dirigente máximo, lanzó una feroz denuncia contra Stalin y los crímenes cometidos durante su largo y tenebroso mandato a la cabeza del partido y del país. No era nada nuevo lo que consignaba ante sus camaradas el pintoresco líder comunista; por años, la prensa internacional había denunciado la represión stalinista y su víctima más eminente, León Trosky, terminó su vida revolucionaria en su casa fortaleza de Coyoacán, México, con un piolet enterrado en el cráneo, como recordatorio de hasta donde podían llegar los dedos homicidas del dictador soviético. El jovial Nikita, quien había callado toda su vida militante, cuando se dio cuenta de que ni los “milagros” de la medicina socialista lograrían volver a la vida a su antiguo jefe, encontró arrestos de valentía para lanzar lo que se conoce como su Informe Secreto. Aún bajo la sombra de la más temible censura, la verdad emergió oficialmente.
El abrebocas arqueológico anterior se disparó gracias al jaleo armado por los jefes del PSUV alrededor del III congreso de su organización y las señales que anuncian que será uno de los reality shows más simpáticos en lo que va del año. Digamos que tiene un poco de todo para distraer la monotonía de los medios de comunicación oficialistas. Un alto jerarca declara que “no es sencillo saber cuántos votaron” para elegir a sus delegados, lo cual es comprensible si uno se atiene al material audiovisual que muestra unos esmirriados grupos vestidos de rojo a las puertas de los centros de votación con cara de estar más desorientados que el propio gobierno, lo cual ya es una hazaña de considerables dimensiones.
Cuando ya empezaba uno a preguntarse a qué se debía tanta franqueza cruel, otro alto jerarca declara que la cifra de participación “se corresponde con tres o cuatro veces más de lo que es la vanguardia constituida del PSUV que son 400.000 militantes” (probablemente sin contar militares activos). Y puff, resulta que no es tan difícil saber el número de votantes, aun aproximadamente. Bueno, habría que ser quizás más benévolos al solicitar unos números más o menos precisos a un partido que ya hizo el esfuerzo de “saber” que cuenta con más de siete millones y medio de militantes de lo cuales militan activamente 500.000 según declaran. En medio de todo, ¿también le van a exigir que sepa cuántos votaron con exactitud? ¡Eso es una exigencia imperialista y desestabilizadora. Faltaba más!
En cualquier organización política moderna y democrática el número de militantes que ejerce el voto en unos comicios internos constituye un dato estadístico no sólo cuantitativo. Refleja el grado de participación real de la militancia, es una expresión de sus derechos y es también la base sobre la que se miden las diferentes opciones en la contienda interna. De la exactitud y transparencia con la cual se manejen las cifras de participación dependerá la calidad democrática del evento. Uno no se imagina el siguiente diálogo en una sociedad democrática sólida: Periodista: señor secretario general, ¿cuántos militantes votaron en el congreso? Secretario general: ya va, ya va, no me apure, déme un segundo, ummh, lo tengo en la punta de la lengua, más o menos un estimado de… déjeme ver. El candelero que se prendería en la opinión pública pondría en peligro el futuro político de cualquiera que intentara tamaño acto de prestidigitación callejera: “dónde está, dónde está la bolita”.
Las voces críticas del entorno del PSUV ya han comenzado a señalar la irresponsabilidad que significaría dejar fuera del III congreso los problemas reales de Venezuela. Los jerarcas rojos están más preocupados en la autocomplacencia, en las palmaditas en el hombro y la risa socarrona. Para ellos, como el III congreso, la democracia interna es pura utilería. Pero siempre hay un Nikita esperando.
@jeanmaninat