Dicen que el olfato es “la sagacidad que tiene una persona para percibir algo que no es evidente’’. El olor de la derrota se siente desde lejos, pero siempre que uno no se encuentre sentado en el poder. En ese trono, la adulancia y la prepotencia confunden y trastornan a la gente. La historia ofrece numerosos ejemplos de hombres envalentonados que fracasaron estrepitosamente porque no pudieron advertir la derrota al frente de sus narices.
Lejos en la historia se encuentra el caso de estudio de la derrota de Napoleón en Rusia. Prepotente y egocéntrico, no entendió que el frío y la distancia corrían a favor de los rusos. Muchos líderes de empresas deberían preguntarse si no actúan de la misma manera que el enamorado de Eugenia.
Más cercano en el tiempo se encuentra el caso de los militares argentinos, que habiendo sumido al país en una dictadura sangrienta intentaron encontrar algo de aire al declararle la guerra a Inglaterra por la posesión de las islas Malvinas en 1982. No encontraron aire, sino la muerte de muchos jóvenes inocentes que fueron sacrificados.
Otro caso curioso es el del dictador Nicolás Ceausescu. En 1967, el año de su aparición en la escena política, fue percibido como un líder independiente (y dictatorial): promovió la disolución del Pacto de Varsovia. Fue crítico con las intervenciones de Checoslovaquia y Afganistán.
Pronto se aisló de Occidente y encontró un modelo a imitar en Corea del Norte, con su culto a la personalidad. En los años ochenta intentó acabar con la deuda externa a través de la “racionalización”.
Comenzaron a desaparecer artículos de primera necesidad como la carne, la leche, los huevos, el agua corriente y la luz eléctrica. No tardó en incendiarse el país. Brasov, primero, y luego Timişoara, fueron el caldo de cultivo de la rebelión que arrasó con el gobierno. Nicolae Ceauşescu perdió el apoyo del ejército y fue ejecutado en la navidad de 1989 con su esposa.
Siempre me ha llamado la atención el último discurso de Ceausescu, el 21 de diciembre de 1989, cuatro días antes de ser ejecutado por hombres que eran leales a su gobierno. “Esta mañana hemos decidido que durante el próximo año aumentaremos el salario mínimo’’.
El Muro de Berlín había sido derrumbado dos meses antes y Europa caminaba a pasos acelerados hacia una libertad que volvía anacrónico al gobierno de Ceausescu. El discurso quedó en la mente de los ciudadanos como una burla, recurso último que no tuvo ningún impacto. Tampoco la promesa de subsidios para 4 millones de niños o el incremento de las pensiones.
Ya nadie le creía. Habían pasado 22 años desde el día en que se opuso a la entrada de las tropas soviéticas en Checoeslovaquia. Al mismo tiempo alimentó la corrupción y el nepotismo. Monopolizó los cargos importantes alrededor de su familia y vivía en la opulencia mientras la gente se moría de hambre.
Ese aumento de sueldo ya no pudo frenar lo que se había iniciado en la calle. El 16 de diciembre apareció la primera protesta en Timisoara, que al día siguiente se extendió cuando los manifestantes ingresaron en la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano. Allí destruyeron documentos oficiales, propaganda, discursos escritos por el “conducator’’, como se hacía llamar, porque era conductor y educador de su pueblo.
Cuando el fin asoma a la vuelta de la esquina, la historia es pródiga en ejemplos que merecen ser estudiados. Aumentar el salario para salvar el pellejo resulta mala idea. Ofrece una imagen de pérdida de poder, de desesperación, de apelar en el último minuto a una acción desesperada que no hace otra cosa que acelerar la caída.