Por: José Rafael Herrera
El próximo 22 de diciembre del presente año, la Universidad Central de Venezuela, la “Casa que vence la sombra”, cumplirá 294 años de haber sido fundada. De modo que dentro de escasos 6 años, la gloriosa UCV arribará a los 300 años de su fundación oficial, hecha por Felipe V, mediante Real Cédula, fechada en la Villa Ducal de Lerma –ubicada en la provincia de Burgos–, en 1791, y pontificada un año después por el papa Inocencio XIII. Desde entonces, la más antigua y sólida institución de Venezuela –incluso, más antigua que la propia república– ha resistido con firmeza las impetuosas acometidas de la barbarie que, al decir de Vico, siempre retorna. Se trata de esa estrepitosa y vacía “sombra” que, una y otra vez, esta noble institución ha logrado vencer, tal como lo hiciera, por ejemplo, después de 1815, cuando cayó en manos de las muy reaccionarias huestes realistas. Fue aquella una triste fecha de recordación, centrada en la condena de toda innovación y desarrollo cognoscitivo.
Durante aquel período, los militares designaron a las autoridades universitarias, las cuales ordenaron a los catedráticos arrancar de las manos del estudiantado los libros considerados “perjudiciales” –nada menos que los de la Ilustración–, opuestos a la corona y a la fe, al tiempo de ofrecer “premios especiales” para todo estudiante “cooperante”, capaz de delatar a los sospechosos de conspiración contra el régimen. Pero, además, y no sin premeditación y perfidia, hicieron los “ajustes” necesarios para generar una de las peores crisis financieras universitarias, dejándola sin los fondos suficientes para su funcionamiento y estableciendo sueldos miserables para sus catedráticos. Fue, de hecho, una crisis que casi la condujo a su desaparición. Por cierto, cualquier similitud con el presente no es mera coincidencia.
Después de todo, no pudo la canalla ignorante contra el Alma Máter. Con el triunfo de la república, en 1821, la UCV recobró la normalidad y siguió produciendo los conocimientos necesarios para resolver los graves problemas dejados por la guerra de independencia. La educación, decía Bolívar, siguiendo a Montesquieu, es “el pedestal de la democracia”, la base firme de la “perfectibilidad humana y del progreso social”. Con el tiempo, la condición sine qua non para la concreción del saber, la autonomía, se fue afianzando cada vez más, y, con ella, el espíritu de la inteligencia y la libertad.
Esa fue la primera intentona de la barbarie ignorante, oscurantista, contra la UCV como institución y contra los valores que le son consubstanciales: la investigación sin prejuicios ni conformismos, para poder aprender, poniéndolo todo en duda (de omnibus dubitandum est); el poder aprender para poder transmitir y formar; el poder formar para contribuir con la resolución de los problemas fundamentales del país. En suma: investigación, docencia y extensión de calidad y excelencia. Una universidad que no investiga, que no produce nuevos conocimientos, que no motiva el pensamiento libre, que se limita a la simple reproducción de dogmas extraídos de manuales o a la insensata repetición de viejas enseñanzas, anacrónicas, decadentes, inútiles, almacenadas en fichas amarillentas y telarañas mentales, no merece llevar el nombre de universidad. Tampoco las universidades son “fábricas de churros” o “cadenas de montaje”. No se trata de un problema de cantidad. Nada más pernicioso que aquella supuesta “ley” de la “transformación de la cantidad en calidad”, tan remachada por la dogmática estalinista, cuya más nítida expresión es la piratería. Las universidades se caracterizan por ser centros de y para el mérito.
Que de las universidades hayan podido egresar –no por casualidad, a fuerza de empujones– unos cuantos tiranos no es su responsabilidad. Prueba de ello es el hecho de que los cultores de la autocracia, obsesivamente empeñados en destruirlas o, por lo menos, en aplastarlas, nunca se destacaron en ellas y, más bien, siempre dieron muestras de una persistente y marcada mediocridad. El saber y la libre voluntad se adecuan recíprocamente, tanto como la ignorancia y el despotismo. Es verdad que, en los últimos tiempos, la academia ha sido severamente golpeada desde las altas instancias del poder político y, lo que es aún más lamentable, desde su propio seno, a través de la calculada manipulación de los sectores menos conscientes y cultivados que la conforman. El propósito es, por un lado, el de asfixiarla presupuestariamente y, por el otro, el de generar permanentemente turbas y conflictos que propicien un ambiente hostil, creando así, ante la opinión pública, una matriz de opinión que redunde en la insostenibilidad de su autonomía. Pero, hasta la fecha, la estrategia en cuestión no ha logrado ponerla de rodillas. Y no lo harán. No lo hicieron en 1815 y no lo harán doscientos años después. La resistencia es también un modo de designar a la hegeliana “paciencia del concepto”. La UCV, su inteligencia, resiste de pie.
Ahora que se aproxima el principio del fin de la barbarie, conviene saber quiénes son, en realidad, los auténticos reaccionarios. Una frase de Erich Fromm tipifica, de un modo particularmente prístino, el perfil de los enemigos de la razón, la libertad, el progreso, la justicia y la paz: “El carácter no revolucionario muestra una particular tendencia a creer en aquello que anuncia la mayoría. La persona con espíritu crítico reaccionará del modo precisamente opuesto. Será especialmente crítica al escuchar el juicio de la mayoría, que es el juicio de la plaza del mercado, de los dueños del poder”. Es el mensaje subyacente del Pastor de Nubes de Jean Arp –el gran artista del dadaísmo–, que custodia las puertas de acceso del Aula Magna: aprende a decir que no, nunca aceptes lo que aparece a primera vista como “lo verdadero”, duda siempre todo; pero, por sobre todas las cosas, no te rindas.