Lumpen fue el nombre que los antiguos romanos le dieron a lo que carece de luz. De hecho, lum proviene de luz, esplendor, claridad, y pen comporta escasez, falta, carencia. Un lumpen es, propiamente, un “alma en pena”, la negación abstracta de toda capacidad de intelligere, la representación más próxima, más fiel y viviente de la pobreza espiritual. Sin “luces” –aquellas de las que tanto hablaba Bolívar–, es decir, sin riqueza espiritual, es inevitable el surgimiento y la patentización de la pobreza material. En su tratado de Ética a Nicómaco, Aristóteles señala que “obrar por ignorancia parece cosa distinta de obrar con ignorancia, pues todo malvado desconoce lo que debe hacer y de lo que debe apartarse, y por tal falta son injustos y, en general, malos”. En una expresión, “la ignorancia no es la causa de lo involuntario sino de la maldad”. A mayor ignorancia el prejuicio crece con todo su inmediatismo; se desborda el instinto e irrumpe la agresión contra el otro. La malandritud se hace imperativa y se consolida como modo de vida, como determinación del ser.
En Venezuela –y es muy probable que en buena parte de la América Latina–, durante los últimos tiempos el lumpanato ha devenido objetivación de una cultura mercenaria, al punto de que sus formas tipificantes han logrado penetrar sensiblemente el tejido del Estado, hasta herirlo de gravedad. Las virtudes del quehacer político han dado paso a la trapisonda del arrabal, lo más cercano a las truculentas culebras de las cada vez más decadentes telenovelas que se transmiten en ciertos canales televisivos. Hay psiquiatras, con evidentes problemas de resentimiento social, que han hecho del cinismo un ejercicio habitual de acción y reacción políticas. Como también hay ciertos cavernícolas de profesión, por cierto, cada vez más solitarios, que en su desesperación por figurar como sea, promueven la intriga a manera de último recurso para poder preservar lo que objetivamente ya no es posible seguir preservando.
Puede ser que, como ocurre con harta frecuencia en las ya citadas teleculebras, las toxinas de la cizaña surtan su efecto por un tiempo, pero no el suficiente como para que los perjuicios causados durante los últimos dieciocho años a la sociedad entera se mantengan indefinidamente. Tarde o temprano la carencia absoluta de luz –precisamente, el lumpen– queda sorprendida en la tristeza de su lúgubre verdad: en la ausencia de todo principio, de toda conciencia social, en esa manía de mentir que es ajena a todo honor y toda honra. Y es que, en efecto, el lumpanato que ha secuestrado el Estado pretenderá, subjetivamente, valerse de lo que sea para mantener el poder y retardar así sus compromisos con la justicia. Pero la historia, como la razón, tiene su astucia. Es una cuestión de tiempo: sus días están contados.
El nuevo consenso social no surge post factum, es decir, una vez que se ha extinguido la hegemonía del régimen anterior y tiene su inicio la recomposición –o la reorganización– de la sobrestructura política de una determinada formación histórica. Si los vicios de la vieja sociedad permanecen intactos, si no se consolida desde ahora un nuevo modo de ser y de pensar, si persiste la decadencia propia de las trapisondas del lumpanato, que terminaron devorando el interior del ser y de la conciencia, al punto de hacerla implotar, gatopardianamente todo cambiará para seguir como está. Es, pues, imperativa la construcción de una política educativa y cultural lo suficientemente capaz de motivar en cada individuo un auténtico cambio civil. Quizá como nunca antes, la política que se propone superar las miserias del presente tiene la obligación y, más aún, el compromiso ético, de asumir con determinación la constitución de una nueva ciudadanía, una nueva eticidad, capaz de reconciliar el Volksgeist necesario para la superación del desgarramiento que, no sin premeditación y alevosía, ha terminado por hacerse realidad efectiva. El así denominado “chavismo” no fue una causa sino, más bien, la consecuencia necesaria de una sociedad que fue progresivamente empujada hacia la pérdida de sí misma, hacia el oscuro abismo de una sociedad hecha a imagen y semejanza de un vulgar cartel. No combatir esa causa de origen significa, en términos de la praxis política, cambiar un cartel por otro, con lo cual el propósito que se pretende conformar se hace vano, ridículo.
En este sentido, mentir no es, por cierto, un buen inicio para acometer semejantes propósitos reconstructivos. Si se quiere superar la deplorable condición actual de la vida cotidiana, no se pueden sembrar falsas expectativas entre quienes hoy conforman la gran mayoría de la población. No se puede aspirar al cambio del todo si no cambia cada parte. No hay unidad sin diversidad ni diversidad sin unidad. La modificación orgánica, integral, de la sociedad pasa por la sincera modificación orgánica de cada individuo, comenzando por quienes propician dicho cambio. Es menester emprender el “salto cualitativo”, asumir los retos de una vida que reconcilie lo que se hace y lo que se dice, una vida para la plena identidad del bien con la verdad.
A propósito de ello, conviene recordar las palabras de uno de esos presos políticos que prefirió dar la vida por sus ideas y valores que “negociar” su salida de la cárcel por un “exilio dorado”. Contrariamente a lo que harían algunos de los políticos del presente, nunca se vendió ni se hipotecó. Van estas palabras, escritas por Antonio Gramsci: “Es opinión muy difundida en algunos ambientes (y esta difusión es un signo de la estatura política y cultural de estos ambientes) que en el arte de la política sea esencial mentir, saber astutamente esconder las verdaderas opiniones propias y los verdaderos propósitos a los cuales se tiende, el saber hacer creer lo contrario de lo que realmente se quiere. Tal opinión se ha radicado y difundido tanto que cuando se dice la verdad nadie lo cree. En política se podrá hablar de reserva, no de mentira en el sentido mezquino que muchos piensan: en la política de masas, decir la verdad es una necesidad política, precisamente”.