“Quemar es depurar. Me asiste la Verdad
(Víctor Hugo, Torquemada)
Los dominicos –Dios lo sabe bien– son gente de cuidado. No por mera casualidad, la ordo praedicatorum en cuestión es “orden mediante”, curativa de las almas extraviadas, porque ellos tienen entre sus manos la posesión y custodia de la verdad. De ahí que su lema distintivo sea Veritas, del cual derivan sus principales propósitos: laudare, bendicere, praedicare (alabar, bendecir, predicar). Pues sí: la verdad resulta ser asunto de fe, de teología y doctrina, en opinión de los doctos fundadores nada menos que de la Universidad de Salamanca. “Quien no cabe en el cielo de los cielos se encierra en el claustro de María”, apunta un pasaje de las Escrituras, citado por Hegel en el System fragment, un ensayo en el que, según los más competentes intérpretes del filósofo alemán, surgió por vez primera la concepción de la dialéctica del historicismo filosófico y su crítica inmanente a la reflexión del entendimiento abstracto, como término de la religión, en el que la verdad se mantiene positivamente enclaustrada. Y fue por cierto en el interior de dicho claustro, en aquel intramuros compacto, sólido, de donde surgieron figuras prominentes, como Alberto Magno o Tomás de Aquino, aunque también otras, quizá no tan prominentes, como Girolamo Savonarola, el promotor de la “hoguera de las vanidades”, o aquel auténtico predecesor del partido nazi del que se tenga noticia en la historia: Tomás de Torquemada.
Como se sabe, toda oración –toda oratio– se compone de verbo y predicado. En clave spinoziana, verbo es principio, sustancia. Predicado es atributo y modo. Predicar es la acción de quien pre-dice, de quien está facultado para anticiparse a lo inminente y lo-dice-antes. Él es, pues, quien advierte, porque su función consiste, precisamente, en pre-dicare el verbo, la verdad que ya conoce, porque le ha sido revelada. El “portador de la verdad” se anticipa al hecho, advierte lo que se viene y, por ello, debe tomar las pre-visiones y actuar en consecuencia. Es, todo él, un “iluminado” por el efecto del chispazo, por el resplandor de la revelación divina. Es el fulgor en sí del flash en el rostro del portador de la “filosofía del pistoletazo”. Y fue eso lo que pudo ver Isabel la Católica en el semblante hosco –y aún tiznado por los abrasivos fogonazos de la verdad– de Torquemada: a solicitud de la reina, y mediante bula del Papa Sixto IV, el bruciante es designado inquisidor general, dependiente, directamente, de la Corona española. Su crueldad y fanatismo contra los “enemigos de la fe cristiana” –particularmente contra los judíos– aún son objeto de estupor. Muy caro ha pagado España –y con ella buena parte del mundo occidental– el odio esparcido por aquél siniestro personaje, en nombre de la verdad.
Hay unos cuántos –pequeños– Torquemada en tiempos de fracasos revolucionarios e intentos de restitución de la vida en democracia. El fanatismo tout court ha encendido las hogueras de extremo a extremo, mientras la representación de la unidad, vendida como eslogan publicitario, se va transformando en lo que ella no es, porque ni ontológica ni históricamente es posible que sea. Es cierto que la proclamación de la unidad está en las respectivas siglas, tanto de tirios como de troyanos. Pero ello no obsta para que, más allá de las meras formalidades, la idea de unidad, en sentido enfático, se haya contrabandeado y adulterado, trastocándola en una parte y no en el todo; es decir, en una multiplicidad que, por supuesto, termina por degenerar en multitud, pero no en unidad. Se equivoca quien se representa el concepto de unidad o como “camisa de fuerza” –como “bloque hegemónico”– o como simple sumatoria algebraica, suerte de “acumulación de elementos discretos”. Ni escapan de semejante contexto los sofistas del tertium datur –Francisco incluido–, a los cuales deslumbra aquello que Marx cabalmente designaba con el término de la “dialéctica de la medianía”, esto es: “Ocurre como cuando un hombre interviene entre dos litigantes y luego uno de los litigantes se entromete entre el hombre mediador y el litigante. Es la historia del marido y de la mujer que disputan y del médico que quiso entrometerse como mediador entre ellos, teniendo luego la mujer que mediar entre el médico y el marido y el marido entre el médico y la mujer”. Cada extremo se desliza desde la oposición a la mediación de continuo, incesantemente. No hay fotografías, no hay imágenes fijas. No hay términos medios. En realidad, cada extremo es su otro extremo, sin que el sentido común, que los penetra recíprocamente, logre reconocerlo. Es el caldo de cultivo propicio para los Torquemada y, por supuesto, para los Savonarola: o estás conmigo o estás en mi contra. Es la hipocresía del deber ser. La ausencia de inteligencia y de capacidad crítica ha llegado, finalmente, al paroxismo.
Hasta la fecha, la mejor definición que se puede obtener de la unidad, frente a los absolutismos exacerbados y abstractos en sí mismos, propios de quienes gustan darse a la cacería de “los enemigos de la fe”, sigue siendo el concepto mismo de democracia: si la unidad es concebida de una parte y se concibe a la otra parte como la no-unidad, como aquellas partes que conforman una multiplicidad que debe ser sometida, aplastada y extirpada, entonces esa “unidad” no es unidad, sino una parte de la unidad que ha dejado fuera de sí a la otra parte. La democracia es democracia porque promueve y tolera la diferencia, la multiplicidad de criterios, valores e ideas. El sectarismo es la negación abstracta de la democracia. Es, de hecho, el asumir el torquemadismo, cuya larga huella en la historia ha contribuido al atraso político, social y cultural de la humanidad. Unidad es la unión de lo que está unido y de lo que no está unido: “La unión de la unión y de la no-unión”, como dice Hegel. Una unidad sin diferencias no merece portar el título de unidad. La crítica es vital ante el chantaje de los dogmas de los extremistas de lado y lado que, por lo general, atienden más a los intereses y las ruindades de “la secta” o del “gang” que a la definitiva construcción de una unidad orgánica que, más allá de los números y las encuestas, propias del marketing, reconquiste la vida en democracia, progreso y libertad para todos.