Por: Tulio Hernández
¿Qué tienen en común la emergencia de Podemos y su líder Pablo Iglesias en España, del alcalde Petro en Bogotá y de Marine Le Penn en Francia? Primero, independientemente de sus ideologías -Iglesias ubicado en una izquierda con un presente tufo marxista, Petro en una izquierda que se asume democrática, y Marine Le Pen en los extremos de la ultraderecha- que las tres opciones significan el renacimiento, reciclado y fortalecimiento del populismo como estrategia, ideología y modo de gobierno.
Segundo, especialmente en el caso de Iglesias y Petro, que el nuevo populismo, si elige el camino iniciado por Chávez y su proyecto rojo, podría venir asociado a esos nuevos modos de ejercer el totalitarismo que provisoriamente hemos llamado neoautoritarismo.
Y tercero, que los tres son una consecuencia directa de las desigualdades sociales y, en el caso de España, de la incapacidad del actual modelo para solucionar los grandes problemas nacionales, el distanciamiento de los partidos con el ciudadano común y la evidencia generalizada de las prácticas de corrupción y esquemas de privilegios de sus élites gobernantes.
Muchos analistas y dirigentes políticos respetables han llamado la atención sobre el fenómeno. En Colombia el escritor Plinio Apuleyo Mendoza lleva largos años alertando sobre lo que considera una amenaza chavista para su país. En España, ha sido el propio Felipe González, uno de sus políticos más experimentados y mejor formados, quién ha encendido la alarma. Y en Francia voces del mundo académico alertan sobre el peligroso coctel populismo más nacionalismo que anima a la hija del otrora líder máximo de la derecha.
La presencia en Podemos de Monederos y otros asesores de los gobiernos de Hugo Chávez que todavía piensan en clave del estatismo marxista nos produce a los venezolanos demócratas un escalofrío por lo que pudiese significar de descalabro, más descalabro aún, para la economía y la convivencia pacífica en España. Propuestas como no pagar la deuda o triplicar los sueldos son muy simpáticas entre el electorado, pero si no están sustentadas en acondicionamientos estructurales de la economía, pregúntenle a los argentinos y venezolanos, terminan perpetrando más daños -inflación, pérdida de empleos, déficit fiscal- que los beneficios que pretender generar.
Igual ocurre con la estrategia de Petro. Su gobierno en la Alcaldía de Bogotá ha significado un gran retroceso en la gestión de una ciudad cuya administración durante la saga Mockus y Peñaloza, se había convertido en modelo y referencia internacional. Sin embargo, cuenta con una gran simpatía en los sectores más pobres en dónde ha concentrado su atención.
¿Qué les ofrece Petro? Pues tarifas bajísimas en los servicios públicos, rebajas en el transporte público, viviendas propias no importa su calidad ni ubicación. La ciudad está cada vez peor gestionada pero el apoyo popular no pasa por allí.
Sea cual fuere la causa, el retorno del populismo es la evidencia de que la desigualdad hace estragos, que vastos sectores de la población están profundamente descontentos y los discursos de los partidos políticos tradicionales agotados. Si no se logran construir proyectos alternativos que conecten con esos sectores descontentos y les garanticen una vida mejor, la mesa está servida para la cena triunfante de salvadores de la patria, mesías y otros santones diestros en el manejo de la esperanza populista y el resentimiento redentor.
Es más o menos lo mismo que ha ocurrido en Venezuela. Existe una actividad opositora entrada básicamente en la defensa de la democracia y el cuestionamiento del modelo económico que ha empobrecido la nación y destrozado su aparato productivo. Una oposición “anti”. Pero no se ha logrado construir un proyecto de futuro convincente, un proyecto popular potable que emocione a las mayorías excluidas demostrando que se puede construir un futuro que acabe con las profundas desigualdades sin sacrificar la democracia y las libertades, y que genere equidad sin sacrificar la propiedad, el bienestar económico y la generación de riqueza.