Adrede, por aquello de la salud mental y también de mi sistema digestivo, he dejado pasar varios días antes de sentarme frente a la pantalla en blanco para escribir sobre Fidel y su muerte. No voy a escribir como periodista y analista. Me desvisto de esos trajes pues no deseo dejarme embaucar por las fronteras intelectuales y lingüísticas que me impone el oficio. Aviso, pues, que voy a escribir como persona, como ciudadana de este continente, sin más límites que los que me impone mi convicción religiosa y, también, el más elemental decoro que me fue inculcado por unos padres para quienes el buen comportamiento y hablar de sus hijos fue propósito y deber de vida.
Una persona decente aspira que el día de muerte algunos lo lamenten y nadie se alegre. Pero para lograr eso hay que trabajarlo la vida entera. Hitler, Stalin, Franco, Mao, Gadaffi, Hussein, Stroessner, Pinochet y un amplio abanico de tiranos cuyas biografías están pobladas de espantosos crímenes no pudieron esperar que todo a raíz de su deceso fuera tristeza. Dicen que cuando falleció Franco se acabó la champagne en España y que buena parte de los millones que hicieron la larga fila para pasar unos segundos frente a sus restos lo hicieron para cerciorarse que el tipo estaba realmente muerto; cuentan que las mujeres impregnaron pañuelos con solución irritante para garantizar un par de lagrimones.
Fidel muere, con tardanza, mucha tardanza. Es de suponer que se le edificará un costoso mausoleo que habrá de convertirse en gran atracción turística. Al cabo de unos años, o acaso tan rápido como meses, Fidel pasará a ser un producto de marketing. Franelas, fotos, muñequitos de goma “made in China”. Los hijos por nacer en Cuba lo verán cuanto mucho como una reliquia desgastada con olor a naftalina. Su deseo de tornarse en un Napoleón de los nuevos tiempos no pasará el examen de vigencia y tendrá un imborrable sello de caducidad. Unas décadas bastarán para convertirlo en una memoria sepia. El siglo XXI le pagará con olvido. Y eso será el castigo para quien entre muchos y variados pecados acumuló el de la soberbia.
Al otro Castro le quedan apenas unos pocos años, con suerte. Puede, si lo intenta, pasar a la historia como el hombre que supo abrirle las puertas a una nueva Cuba. Puede conseguir que Cuba deje de ser unas ruinas con gente y permitirle ser un país. Raúl entierra a Fidel y, supongo, le toca enterrar la revolución que hizo de Cuba una de las cárceles más grandes y pobladas del mundo.
Los miles de muertos con sello de Fidel, los tantísimos que pusieron sus vidas en riesgo para escapar, los exilados e hijos y nietos de exilados tienen una oportunidad de alcanzar la justicia, la decencia, la libertad y el derecho a poder decir que tienen país. Eso no era posible mientras Fidel estuviese vivo. Imposible. Pero los cubanos vivos tienen que ser inteligentes y sumergirse en la empatía. Zambullirse en el futuro. Difícil desafío. Porque culpables del desastre hay todavía muchos y, además, mandando. Incluso esos no saben que llevan años siendo esclavos de Fidel, quien inventó y patentó el absolutismo latinoamericano del siglo XX.
¿Me siento feliz por la muerte de Fidel? No. No voy a obsequiarle ni una sonrisa. Lo pinto de ayer, un ayer que no vale la pena conservar. Conozco muchos cubanos que consiguieron rehacer su vida en el exilio y que hoy no saben qué sentir. Tienen ellos tanto derecho como los que están en la isla a tener país. Es su Cuba. La de unos y la de otros.
No celebro la muerte del tirano; festejo sí esa nueva Cuba que nace. Y bueno, en todo nacimiento se reparten cigarros; y los mejores, esos son los habanos.
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