Las ideas, decía el francés Edgard Morin, son ladrillos que sirven para construir. Pero con los ladrillos, agregaba, igual puedes hacerte una casa bonita o una celda espantosa y quedarte preso en su vientre para siempre.
Las ideas, las convicciones, especialmente aquellas que son producto de una revisión crítica constante, pueden ser instrumentos de libertad. Si nos quedan dudas preguntémosle a la memoria de Mandela, de Ghandi o a la de Luther King, que a lo largo de su vida fueron modificando sus posiciones políticas hasta convertirse en verdaderos sabios de la justicia y la convivencia humana.
En cambio, las ideologías cerradas, las que nacen de dogmas irrebatibles, actúan como camisas de fuerza del pensamiento, muros de la incomprensión, catalizadores de la terquedad que a la larga se vuelven justificativos de crímenes espantosos.
Si nos quedan dudas le preguntamos a Hitler, Pinochet, Franco o a Fidel para entender por qué se puede celebrar como un acto de justicia, un hecho digno y noble, el asesinato masivo de comunistas, republicanos, judíos, homosexuales o gusanos, como llaman en Cuba a los disidentes, solo porque una teosofía ortodoxa lo justifica moralmente.
Las ideologías dogmáticas pueden ser inmensamente traicioneras. Te sirven la realidad en una caja que trae dentro vísceras, oscuridades y odios hermosamente envueltos en papeles de seda y celofán. Son como adicciones crueles, terminan siendo un chantaje moral, hacen que individuos justos entreguen sus principios personales a cambio de espejitos labrados con el diseño de un futuro perfecto para la humanidad.
La primera que vez que entendí desde el corazón este viciado poder moral de las ideologías totalitarias fue en Cuba mientras conversaba con un conocido escritor cuyo nombre me reservaré hasta el día cuando McDonald’s termine de alquilar todas las sedes de los Comités de Defensa de la Revolución.
Nuestro amigo trataba de explicarnos, con una tristeza más triste que un burro peruano dibujado por Cesar Vallejo, lo que se sentía de vivir en un “país de mierda”, con un modelo político “de mierda”, dirigidos por unos “comemierda”, a los cuales “tú no puedes oponerte porque entonces te sentirías un traidor de mierda, y te pondrías del lado de aquello que aprendiste a odiar desde muy joven. Del lado de los ricos, de la burguesía y del imperialismo, el lado equivocado de la historia”.
“¿Tú sabes que es jodido?”, decía mi amigo mientras dejaba que su mirada de desencanto se ahogara sin salvavidas en el segundo Havana Club que a las 11:00 de la mañana acababa de servirse en su apartamento de Vedado, “despertarte diariamente y pensar que lo único que te gustaría en la vida es irte para Nueva York a escuchar por la noche en el Blue Note o el Village Vanguard si te de la gana a Coleman Hawkins que aquí no puedo oír. Y a los diez minutos sentirte culpable porque estás actuando como un maldito gusano traidor. Tú no sabes lo que es eso”.
Pero ahora sí lo se. Y de cerca. Pienso en los intelectuales que firman documentos de apoyo a ese tonto con ventanas al recto llamado Nicolás Maduro. Pienso que en su mayoría no son ladrones rojos, ni se atragantan de vinos tintos en sus cargos burocráticos en París. Me imagino a un poeta honesto guardando silencio ante los crímenes de Tumeremo o la contaminación de Pdvsa a una comunidad kariña. Veo una escritora andina estupefacta ante las fotos de la ministra de El Exorcista dándose besitos en una cama con un pran llamado el Conejo. A un viejo crítico de arte amante de la pulcritud del lenguaje escuchando la frase del presidente cuando explica que “todos los extranjeros que atacan a Venezuela nacieron fuera del país”.
Entonces me viene a la memoria la idea de que cada quien se construye, si quiere, su propia cárcel. Pienso en mi amigo. Es mediodía en La Habana. Ya debe estar en el tercer ron. Esta noche, si llega despierto, tendrá que resignarse a escuchar un elepé con la bella versión analógica que guarda de Joshua Fit the Battle of Jericho. Nueva York queda algo lejos. Coleman Hawkins también.
Las ideas y convicciones siempre deben inconmensurablemente estar sometidas a la revisión crítica de forma permanente. Gracias, por este regalo Tulio Hernández a través de Cesar Miguel Rondon