El 7 de enero de este año, la novela del polémico escritor francés, Michel Houellebecq, Soumission, publicada por la editorial Flammarion, apareció por primera vez en las vitrinas de las librerías parisinas. Sería traducida luego al castellano -es decir en buen español- por Anagrama, bajo el título Sumisión. El libro tuvo la macabra coincidencia de aparecer en las librerías el mismo día del atentado terrorista en contra de Charlie Hebdo, el semanario humorístico francés que había osado presentar una caricatura del profeta Mahoma, juzgada blasfematoria por los autoproclamados guardianes de la fe musulmana. La incursión punitiva dejó un reguero de sangre y muerte, entre la tinta y las plumillas de quienes ejercían su derecho a la libertad de expresión en un país fraguado, entre otras cosas, para hacerla respetar.
El relato de Houellebecq, imagina el triunfo electoral de un candidato islamista, con el apoyo del Partido Socialista francés, una alianza urdida para detener el avance del Frente Nacional, agrupación política que ha hecho de la xenofobia una de sus señas de identidad primordiales en la vida real. Hablamos del año 2022, y el país de Asterix poco tiene que ver con sus ancestros galos. La presencia política, cultural y demográfica del Islam en el interior de sus fronteras, le ha cambiado el rostro para siempre. El profesor de Literatura que nos narra sus desventuras amorosas, el tráfago de la vida universitaria y académica, sus querellas literarias, y su desasosiego íntimo, termina convirtiéndose a la religión que avanza con fuerza, a pesar de su pasado de católico integrista. Una parábola -¿oportunista?- de los tiempos que vivimos.
Poco importa la discusión acerca de sus cualidades literarias -¿panfleto político provocador, o excelente obra narrativa?- frente a la persecución que sufre su autor, todavía hoy en día, por parte de quienes decidieron que su novela era un insulto contra la religión que profesan: la musulmana. No puede dejar de recordarnos la sentencia de muerte (Fatwa) que sufrió en 1988, Salman Rushdie, cuando publicó sus Versos satánicos y desató la ira vengativa del Ayatolá Ruhollah Jomeini, entonces líder supremo de Irán.
La misma lucha por la libertad y la democracia sigue penando, a pesar de lo que digan los bien pensantes de entonces y de ahora. La culpa sería de Occidente, nos siguen diciendo, por estar molestando el avispero. Mejor callar, otorgar, no movernos, vivir nuestras libertades bajo llave, sacarlas a pasear cubiertas de un negro chador. No hagan olas, que se enojan.
Nuestra defensa frente a lo que anuncian los perpetradores de la carnicería que vivió París -repetirla en otros lugares- es ejercer nuestro modo de vida, en voz alta y al aire libre. Que exploten los colores, que reine la diferencia, que nos contradigan los libros, que nos entusiasmen los cuerpos anunciados, que sólo la democracia nos cobije, que prime el libre albedrío para quienes vienen al mundo, que las religiones no nos ofusquen y la política democrática sea el ámbito donde se diriman las opciones ciudadanas. Nada tienen de vergonzosos los llamados valores occidentales: libertad, democracia, respeto a las diferencias, igualdad. Mucho ha costado -y sigue costando- protegerlos… aun de nosotros mismos.
Las sociedades abiertas y democráticas han sido y son mejores para generar prosperidad y calidad de vida -hacia allí marchan los refugiados de medio mundo- defenderlas ha costado sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas, según nos dijo un viejo británico en la cúspide de su entusiasmo moral. El bien persiste y el mal también. Sólo la sumisión, no es banal.
@jeanmaninat