Por: Alberto Arteaga Sánchez
Sin duda alguna, la justicia penal se ha convertido en un instrumento del denominado Socialismo del Siglo XXI interpretando a su antojo las normas penales y creando nuevos tipos o modificando viejas normas para concluir en una fórmula que reproduce, en definitiva, el modelo arcaico que tuvo como eje entre nosotros la Ley sobre Vagos y Maleantes por la cual, bajo el pretexto de la “peligrosidad” de ciertos sujetos, el Ejecutivo aplicaba sanciones privativas de libertad encubiertas bajo el mote de medidas de seguridad, sin intervención jurisdiccional, sin derecho a la defensa y con la pretendida finalidad de sacar de circulación a todo el que resultase “peligroso” para el régimen.
En estos últimos años, al margen de la Constitución, con errada interpretación de nuestro Código Penal o bajo el amparo de dispositivos creados con la finalidad de castigar toda expresión de disidencia considerada contrarrevolucionaria, se ha puesto en fundamento un sistema punitivo que sencillamente castiga a cualquier sujeto que se estime como peligroso por su comportamiento contrario a la “moral socialista” o no conforme con el “hombre nuevo”, supuestamente identificado con un color especifico, experto en vocear consignas que aspiran a llenar el vacío ideológico y, lo que es fundamental, arma en ristre contra los enemigos de la revolución, contra los críticos, contra los cuestionadores del poder, contra todo aquel que no comparta la prédica de una revolución que ha cambiado nombres, prohibido expresiones y criminalizado conductas disidentes de quienes son considerados como enemigos burgueses, capitalistas, escuálidos que se niegan a pensar como resulta ordenado para satisfacer aspiraciones “patriotas” y “revolucionarias”.
Este sistema penal duramente castigador se ensaña con cualquiera que no comulgue con el Gobierno, con los que envían mensajes críticos sobre la conducta del oficialismo, con los que pongan en circulación “tuits” considerados peligrosos o desestabilizadores, con los caricaturistas, periodistas, opinadores y contra los activistas de derechos humanos, incómodos personajes para quienes detentan el poder.
Quien incurre en un delito ordinario se ve favorecido por el sistema, pródigo en impunidad, de manera tal que los delincuentes comunes se ven integrados en un sistema paralelo de poder, en tanto que cualquier disidente debe responder por lo que quiso decir y no dijo, por su conexión meramente circunstancial e irrelevante con alguien caído en desgracia, por sus escritos mordaces y cuestionadores, por protestar o por formar parte de un grupo de oposición.
Todo el que no piense y actúe como quiere el gobierno es peligroso, debe ser vigilado, interceptadas sus comunicaciones y colocado a buen resguardo en un determinado momento, en el mejor de los casos sometido a medidas absurdas de no declarar a los medios, no manifestar y someterse al vejamen de una presentación periódica ante un tribunal.
Hemos restaurado la vieja Ley de Vagos y Maleantes y, por ello, cualquier sujeto declarado peligroso va a “la Tumba”, al Helicoide, a Ramo Verde o a una cárcel común, con el objetivo de que su caso sirva de elemento convincente de disuasión para cualquier ciudadano que crea que las garantías consagradas en la Constitución constituyen el mejor escudo protector del ciudadano y del sistema democrático.
Se impone restablecer el respeto a principios fundamentales del derecho penal en su vertiente sustantiva y procesal, esto es: solo se puede sancionar por hechos concretos probados y no por sospechas que solo tienen como referencia supuestas actitudes de desafectos al régimen; la inocencia se presume, el proceso como regla debe llevarse a cabo en libertad; los pensamientos no delinquen; y resultan inaceptables, nulas o carentes de todo valor pretendidos elementos de convicción obtenidos ilícitamente, no pudiendo utilizarse informaciones anónimas, ni interceptaciones de comunicaciones sin autorización judicial, ni declaraciones obtenidas bajo amenaza o presión psicológica.
Y se impone recordar: nada más peligroso en un Estado social y democrático de Derecho que la adopción de un criterio de peligrosidad administrado por quien detenta el poder.