Por: Sergio Dahbar
Cuesta quitarse de la cabeza la idea de la muerte en Venezuela, aunque el nuestro siempre ha sido un país con gente que tiene buen humor y ha sabido disfrutar de la vida. Desde hace catorce años las estadísticas relacionadas con la delincuencia común u organizada crecen como la inflación. Entran más cadáveres en nuestras morgues que en los medicinas forenses de casi todos los otros países de América Latina.
¿Qué hacer entonces con la muerte, que nos rodea cotidianamente en círculo, como una parca que espera la mejor ocasión para mover con precisión su guadaña? El país se despide todos los días de algún familiar que engorda números de terror. Hasta en las cárceles sobrevivir cuesta un imperio.
Me he preguntado en diferentes momentos ¿cómo estará despidiendo Venezuela a sus muertos? ¿Cómo se vivirán las etapas del duelo necesario para decir adiós al ser que hemos amado? No pude evitar pensar entonces en Elisabeth Kubler-Ross. Ella murió en 2004, pero sus libros y su memoria siguen vivos y al alcance de la mano.
Antes de 2004, la gente que andaba tras la pista de Elisabeth Kübler-Ross siempre encontraba su casa en el desierto de Arizona. Su nombre tenía aroma de misterio y su domicilio la implacable referencia de los desterrados. Esta gurú suiza de los enfermos terminales, que tanto alivio acercó a los moribundos, pasó sus últimos años de vida esperando que la muerte la fuera a buscar.
Elisabeth Kübler-Ross comenzó a pelearse con los hombres desde pequeña, en su Suiza natal. Su padre, un burócrata de Zurich, esperaba un hijo varón. Dios le dio una hija, que además vino con un caracter indomable bajo el brazo.
Elisabeth Kübler-Ross descubrió que quería ser médico. Esta determinación la convirtió en una paria sin domicilio fijo. Por años sobrevivió como asistente de un laboratorio, mientras estudiaba medicina y buscaba calor lejos de la casa familiar.
A lo largo de 50 años de vida profesional activa, Elisabeth Kübler-Ross revolucionó la mirada de la medicina sobre los enfermos terminales (describiendo las etapas de la muerte), cosechó el respeto de científicos prestigiosos, y se convirtió en un fenómeno cultural exitoso y paradigmático con el primero de sus libros Sobre la muerte y el morir (On Death and Dying).
Las ediciones de sus títulos (Morir es de vital importancia, Carta para un niño con cáncer, Recuerda el secreto) superan la venta de veinte millones de ejemplares, con traducciones a más de veinte idiomas, entre ellos el serbocroata y el catalán.
El lado más fragil de su carrera también se hizo notorio: su creencia en el mundo de los espíritus, sus conversaciones con fantasmas, sus experiencias sobre la vida después de la muerte, su idolatría por un encantador de serpientes que la arrastró hacia el escándalo público, sus casas incendiadas en situaciones inexplicables…
Mientras estudiaba, y ya graduada de flamante doctora, Elisabeth Kübler-Ross ayudó a los sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial a sobreponerse a las heridas de la contienda.
En Polonia viajó a Maidaneck, un campo de concentración donde quedó impresionada por los rasguños y dibujos que habían dejado en las paredes de las barracas los condenados a muerte. Allí percibió una señal, que veinticinco años más tarde se convertiría en revelación para su trabajo futuro.
Más tarde se mudó a New York, donde comenzó a trabajar en un hospital, y pronto advirtió el estado de los pacientes terminales: “Estaban echados a un lado, nadie se detenía en ellos. Abusaban de su paciencia. Nadie era honesto con ellos”, escribiría más tarde en uno de sus libros, La muerte, un amanecer. “Mi meta era romper la negación profesional que prohibía a los pacientes contar sus más íntimas preocupaciones”.
He pensado en Elisabeth Kübler-Ross y he tratado de imaginar qué le podría recomendar a un deudo venezolano ante la pérdida absolutamente injusta de un familiar en manos del hampa descontrolada. Estoy seguro que sus palabras aliviarían muchas almas destrozadas.
Pero conociendo su espíritu rebelde y contestatario, sé también que invitaría a muchos familiares a rebelarse en contra de una mortandad que no es inevitable, sino producto de una política ineficaz de un gobierno que no sabe defender el derecho a la vida de sus ciudadanos.