Publicado en: La Gran Aldea
Por: Tulio Hernández
En Venezuela, desde 1830 hasta hoy, un militar es y ha sido -con la excepción de la tregua en los 40 años de democracia-, un mandón, un felón, un político armado. Alguien que entre más ego y testículos tenga, y más ambición de poder, más derecho impune cree detentar para tomar las armas de la nación, dar un golpe de Estado, y hacerse jefe de gobierno. Uno de los principios sagrados -y aquí “sagrado” no es una frase retórica- de la democracia estadounidense es que sus Fuerzas Armadas, su ejército, marina y aviación, son absolutamente apolíticas y leales solo a la Constitución no al presidente, partido o parcialidad política alguna. Y eso marca la diferencia.
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Es un viejo chiste. De los años 1970. Cuando los Estados Unidos, aún en plena Guerra Fría, aupaban y defendían en América Latina cruentos golpes de Estado conducidos por militares de derecha y ultraderecha.
Quien cuenta el chiste pregunta: “¿Por qué en los Estados Unidos no hay golpes de Estado?”. El interlocutor responde: “No lo sé”. Entonces el del chiste dice: “Porque no hay embajada americana”.
Era un desplante muy celebrado. Al menos en los ambientes universitarios de izquierda. Porque describía con exactitud el intervencionismo gringo que había promovido y defendido para entonces las dictaduras de Pinochet, Galtieri, Bordaberry. Y antes las de Stroessner, Pérez Jiménez y Somoza.
La frase reseñaba con precisión aquello que el Premio Nobel Octavio Paz, un hombre nada de izquierda, había señalado como la contradicción fundamental del gran país del Norte. Su profunda cultura democrática en la vida interna versus su implacable capacidad intervencionista en sus relaciones internacionales que lo había hecho parte de tantas guerras crueles en lugares tan diferentes como Corea, Vietnam, Japón y Laos. Más las invasiones a República Dominicana, Granada y Panamá.
Ahora, gracias a los desajustes profundos causados por la arbitrariedad de Donald Trump, que por primera vez han hecho temer seriamente por el destino de la democracia estadounidense, he recordado el viejo chiste verificando, sin embargo, que aquella respuesta era una media verdad.
Porque si bien servía para explicar la actuación imperialista del Imperio, y perdonen la redundancia, no era suficiente para entender por qué, efectivamente, en los más de dos siglos de historia democrática de los Estados Unidos de América -salvo con Trump– nunca se había puesto en riesgo la transmisión pacífica de mando de un presidente que concluye su período de gobierno al sucesor recién electo. Y por qué tampoco, nunca, los militares de ese país siquiera habían intentado, amagado, sugerido, o pensado en la posibilidad de un golpe de Estado.
Y la razón es muy clara: Porque uno de los principios sagrados -y aquí “sagrado” no es una frase retórica- de la democracia estadounidense es que sus Fuerzas Armadas, su ejército, marina y aviación, son absolutamente apolíticas y leales solo a la Constitución no al presidente, partido o parcialidad política alguna. Y eso marca la diferencia.
Sagrado es sagrado. Habla de una ética militar de sometimiento disciplinado a la voluntad popular expresada en las elecciones que se ha transmitido de generación en generación como una cultura política profunda y como un orgullo, una forma suprema de la dignidad y el honor personal, de todo aquel que hace el juramento constitucional.
Los Estados Unidos no son la paloma de la paz. Lo sabemos. Hemos visto a los marines ametrallando talibanes en las montañas rocosas de Afganistán. O a caballerías de helicópteros coreográficos bombardeando sin piedad, con bombas de napalm pacíficas aldeas vietnamitas al ritmo de Sympathy for the devil.
Pero imaginar una escena franquista y rural, como la del comandante Tejero, con su medieval gorro de tricornio, en el Congreso de los Diputados de Madrid, 1983,amedrentando pistola en mano a los parlamentarios de su propio país para que le entreguen el poder que no ganó por elecciones; o aun teniente coronel bocazas como Hugo Chávez en traje de campaña, con la cara pintada de negro camuflaje, aprovechando la oscuridad de la media noche para masacrar a tiros, 1992, al presidente de la República legítimamente de su propio país, en su residencia de La Casona, en Caracas; eso es algo absolutamente inimaginable en los Estados Unidos.
Digamos mejor que lo era. Ya no. Porque desde que entró en escena el “guerrero sioux”, comandante en jefe de los ejércitos de Trump, todo cambió. Tanto que en un gesto poco común los siete generales y el almirante que conforman el Estado Mayor Conjunto de la Unión han dirigido una circular a los miembros del ejército recordándoles que: “La violenta protesta en Washington D.C., el 6 de enero, fue un asalto directo al Congreso, al edificio del Capitolio y a nuestro proceso constitucional (…) Cualquier acto contra el proceso constitucional no solo atenta contra nuestras tradiciones, valores y juramento; también va en contra de la ley”.
Queda claro. No hay en este recordatorio un solo titubeo, una pizca de duda sobre la preeminencia de la Constitución sobre cualquier presidente individual. Sobre la no intromisión de los militares en otra cosa que no ordene la Constitución. Sobre su papel decisivo para que la democracia exista. Sobre su compromiso absoluto con la nación y el pueblo norteamericano. Algo absolutamente extraño a la tradición militar venezolana.
Porque en Venezuela, desde 1830 hasta hoy, un militar es y ha sido -con la excepción hecha de la tregua de los cuarenta años de democracia-, un mandón, un felón, un político armado, como lo define Thays Peñalver. Alguien que entre más ego y testículos tenga, y más ambición de poder, más derecho impune cree detentar para tomar las armas de la nación, dar un golpe de Estado, y hacerse jefe de gobierno.
Como lo hicieron Castro y Gómez terminando el siglo XIX. Y después Pérez Jiménez y Delgado Chalbaud, cuando se cargaron a Rómulo Gallegos en 1948. Igual que lo intentaron militares como Castro León (de derecha) o Hugo Trejo y Víctor Hugo Morales (de izquierda) contra Rómulo Betancourt entre 1960 y 1962. A seguidas Chávez, de izquierda, contra Pérez en 1992. Y un año después, 1993, el almirante Radamés Muñoz León, de derecha, contra Ramón J. Velásquez.
El alto mando militar de los Estados Unidos ha condenado los sucesos del 6 de enero en Washington. El nuestro, al mando de un Padrino, los hubiese aplaudido y, seguramente, hubiese mandado refuerzos para que la bella piel de búfalo del guerrero sioux no fuese maltratada. Para que, como han hecho con los Tupamaros, La Piedrita, o cualquier otro círculo de vándalos paramilitares, estos militares sin honor, esta saga de caporales verde oliva, actúen como protectores de la barbarie y no de la Constitución.
Son dos tradiciones militares. Una, la de ellos, hecha para la democracia. La nuestra contra ella. Una cosa es formarse en West Point. Otra en una escuela militar donde el golpismo y el militarismo forman parte del currículo informal.