Por: Andrés Miguel Rondón Anzola
Es la inundante tiranía del colectivo — la opresión del público, en el transporte público. Me aturde: no soy más que una hormiga más en el milpiés subterráneo, notable solo en el puesto que a alguien más le quito. Detrás de mi, a través de la ventana de mi furgón, observo la taciturna longitud de vagones llenos de gente y no diviso fin; pronto y con mayor desgracia recuerdo que después de mi metro varios más, idénticos y sin detenimiento alguno, vendrán. Que mi tren no es más que el efímero minuto de un túnel de tantos en esta colmena insalubre, cuya singular miel es la rapidez con la que pasan los rostros que más nunca veré.
¿En qué pensarán esos que conmigo viajan? ¿A qué Penelope regresan? ¿Será que a alguno se le ocurra Cicerón, Gallegos, Milton? Pocos leen clásicos — a veces fantaseo con toparme con uno, tal vez leyendo el mismo que yo. Qué hubo, le diría, qué bueno que está eso, ¿no? ¡Ya no nacen hombres como aquéllos! … Esos que van o vienen de un trabajo malo, de la esclavitud de un salario… ¿a qué orilla extrañan? Pensarán tal vez — ¡Qué bella esta democracia! ¡Gracias siglo ventiúno por este Metro, por quitarme mis cañas y devolverme estos túneles! Quizás aquella joven en la esquina, jugando con sus rizos frizz, esté feliz mirando fuera de la ventana, quizás disfrute del detenimiento de sus ansiedades ante la tambaleante rapidez de los vagones, y guste de la vista de Catia desde Gato Negro.
Hay quienes dicen que los de mente vacua se contentan en pensar menos. El silencio de éstos últimos no sé como deliberarlo.
Por otro lado, la superficie suele no ser un respiro. Me compadezco de los edificios viejos, les tengo nostalgia a unas columnas que nunca he visto. Repugnan las luces de león, las repetidas tiendas, aquellas grasosas emes, la represión de un concreto prematuramente futurístico. Tengo ansiedad de una bahía y un matero de uvas o manzanas, de un mar de brisas y togas, de una ciudad amurallada o una Troya en el horizonte. Me siento oprimido; el transporte público me lleva al único destino sincero: la soledad, el suburbio.
Unos van a un primer tatuaje, otros a una novia que probablemente mucho no quieran, los más — los veteranos del metro– ya desesperanzados y mudos solo contemplan el sudor del viejo tubo de aluminio que parado y silencioso los sostiene. Todos sin oprobio van al suburbio a atender su cosecha de ansiedad. Ya yo he dicho de la mía: una falda que bajo la mesa de un cuadro de Botticelli se levanta. Una mujer oliendo a azahar en un castillo moro, leyendo a Ovidio sobre una cama de naranjas. Una fiesta barroca de antifaces, una risa que a un laberinto de grama me conlleva.
El transporte público es opresivo, lapidariamente. No solo nadie sabrá de los preludios que en las mentes de todos nosotros resuenan, nadie sabrá de nuestro anonimato. Aquí, es posible, que hasta haya gente pensando lo mismo. Lo peor, sin duda. De nosotros además, unos, pocos, dejarán el metro para siempre, y se harán la vida montando un imperio de algo, yéndose a un imperio de algo, robándose un imperio de algo.
Deseo regresar a una casa que nunca tuve. Transportarme en barco y hacia la guerra. Bañarme en oliva, pasarme la tarde cazando una perdiz. Tengo ansiedad de labrar la flecha que me traerá comida. No quiero más la conveniencia del plástico que es mi llave al metrobus, no quiero más la aritmética que precede mis almuerzos ni los vinos de un campo que nunca he visto. Ansío de la vajilla de terracota y de dioses a los que jamás les he temido — que en las estrellas empiece y termine mi inquietud y que sean ellas las que me expliquen el por qué de los tristes martes o las inflexiones de mi alma. Deseo un zorro o un jaguar, la tranquilidad de un manantial de mármol en la cacofonía de un bosque o una jungla.
Quiero pocos. ¡Quiero bárbaros, triunfos, cruzadas — entrarle a la capital en bote o a caballo! Deseo odiar al enemigo, obviar las maldades de mi ser, especular libremente. Yo no nací, como diría Gorostiza, para este desierto de espejos. Luces, alarmas, megáfonos, al cerrar los ojos escucho dentro de mí más metros pasar.
Es doblemente cruel que además del misterio, en este siglo se hayan instalado sobre mi miseria estas hordas de anónimos en el transporte. Son zamuros solipsistas que ni hambre me tienen. Por ello, mudo y cabizbajo, limítome a trasladarme en público con la irrenunciable convicción de haberle llegado a esta vida,
demasiado tarde.
Andrés Miguel Rondón Anzola,
Londres
2014.