Hasta un tiempo reciente podía discutirse acerca de la naturaleza del régimen instalado en Venezuela, luego de la elección, en 1998, de un militar que, previamente, atentara contra el orden constitucional y democrático. Ahora no.
Sus desvaríos dictatoriales sitúan a Hugo Chávez sobre zonas grises, entre la legalidad y la ilegalidad constitucional. De allí que se hable de la presencia de un gobierno populista con falencias democráticas, pero democrático al fin; mientras algunos aprecian el advenimiento de una dictadura inédita, propia del siglo XXI, acaso en los odres de la “posdemocracia” – relación mediática y carismática entre el líder y la audiencia, ajena a las instituciones – no faltan otros quienes califican a tal fenómeno, por extraño e indefinido y, en el caso, mediar la simbiosis de un militarismo electivo con desviaciones marxistas cubanas, de autoritarismo competitivo.
Lo cierto es que, sobre una ola de inflación electoral que se mantiene durante 17 años y en lo adelante se proscribe, pues ya no basta, para sostener la ficción, desdibujar las reglas de la equidad y la transparencia comiciales, el país ha marchado sobre la ruta de la demo-autocracia: El pueblo, democráticamente, elige entonces vivir en dictadura y acepta que su dictador – como en las monarquías antiguas y medievales – piense por todos y por todos decida, encarnando al pueblo.
Lo novedoso del siglo en curso – dominado por la virtualidad y la fugacidad de las imágenes que se trasmiten globalmente a través de las redes subterráneas de la información, extrañas al valor del espacio geográfico y político – es la potencialidad expansiva de esa realidad de dominio, nada distinta de las conocidas pero cuyos alabarderos renuevan con el mote de Socialismo del siglo XXI, en declinación acelerada.
Aguas abajo, los venezolanos hoy somos testigos de la desnudez de un engaño que se mantiene mientras la competitividad electoral logra encubrir al autoritarismo, a saber, mientras el chavismo, apalancado sobre el dispendio de la riqueza petrolera alcanza sostener el favor popular. Llegados ambos a su término, el régimen sucesor de Chávez se queda solo en la calle y su autoritarismo se hace procaz.
Visto en retrospectiva, lo constatable y veraz es la vivencia por la nación de una suerte de fascismo “tropicalizado”, que ahora se desmorona en medio de la anarquía.
El fascismo italiano de mediados del siglo XX es, en esencia, un régimen de la mentira. Crea leyes a diario para que el bosque legislativo se torne tupido y confuso ante los ciudadanos y horade sus seguridades, antes fundadas en el conocimiento colectivo de los límites democráticos de la libertad; el deslave legislativo hace inefectivas a las normas y facilita su manejo arbitrario y a conveniencia desde el poder; en suma, la realidad de la “legalidad falsificada” queda sobre un puente que une la legalidad formal con el fraude sistemático de la ley. Nadie, al fin, sabe a qué atenerse. El riesgo de la cárcel por violación de la ley manipulada, se hace agonal.
Nicolás Maduro, sin recursos dinerarios para sostener tal ficción de legalidad y sin legislatura que controle, no tiene más opción que inmolarse. Así lo ha dicho su Vicepresidente, Aristóbulo Istúriz. El restablecimiento de la legalidad sustantiva auténtica lo amenaza, a él y a los suyos. Los crímenes de lesa patria y lesa humanidad cometidos tras las cortinas de la impostura, de la mendacidad hecha norma de Estado, arrebatan y reclaman Justicia.
La elección de una Asamblea Nacional mayoritariamente opositora da lugar, así, desde enero pasado y antes de que se instale, a la forja inconstitucional de un Tribunal Supremo aliado de la dictadura. No logra éste, sin embargo y por lo indicado, fingir otra vez la legalidad democrática, menos ocultar sus aviesos delitos – y los de Maduro – contra la república. Y los jueces togados, imposibilitados de renovar el engaño político por la pérdida de los factores citados que lo mantuvieran – el patrimonialismo del poder político y el apoyo popular – prostituyen sus oficios. Tiran la ley al albañal ejecutando órdenes presidenciales. Le hacen decir a la ley lo que no dice o la reescriben, prosternando la soberanía popular. Todavía más, declaran estar por encima de la ley, a la manera del Rey Sol.
La verdad queda a la vista. Sólo dos opciones restan.
Una, que la hambruna y la indignación colectivas fijen un camino de rescate de la libertad, forzándolo en los hechos y para obligar el respeto de la legalidad, por el gobierno y sus jueces; otra, que emerja un pacto espurio entre la democracia y sus destructores, entre quienes predican y practican el valor de la legalidad y los que la burlan alevosamente – jueces incluidos – con sus crímenes de lesa patria y humanidad, esperando les cubra el manto de la impunidad como en Colombia.
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