Semana Santa es semana de sufrimiento, de traición, de injusto juicio, de pasión, de muerte y también de resurrección.
En estos días, nuestro pueblo, sin duda, sufre como nunca el desprecio por la vida, la inseguridad, la escasez de lo más elemental para subsistir, pero hay también la esperanza de la resurrección al final del doloroso camino de la cruz.
La tragedia de Tumeremo, retrato espeluznante de una realidad que todos quisiéramos ocultar, nos coloca ante el cuadro viviente de una sociedad que ha perdido todos los valores y vive la ilusión momentánea del hallazgo del oro que se mezcla con las miserias, la explotación, el hambre, la violencia y la muerte en un territorio sin ley y sin autoridad legítima, en la cual se impone el poder de la fuerza bruta y de la crueldad, ante la mirada indiferente del Estado quien, como Poncio Pilato, sencillamente, se lava las manos.
Los muertos de Tumeremo han salido a la palestra pública por el reclamo de unas víctimas desesperadas que vencieron el miedo sembrado por el terror de las mafias y, como siempre, las autoridades se limitan a declaraciones formales, denuncias de paramilitarismo y ofrecimiento de sanciones que no se cumplirán, porque aquí ninguna sanción se cumple, salvo que se trate de un adversario político.
El relato sobre lo que ocurre en las minas, retrato de una Venezuela salvaje, en estado anómico terminal, debería, por fin, golpear nuestra conciencia y hacernos reflexionar sobre la situación de grave frustración, angustia y desesperanza que afrontamos como sociedad.
El espejismo de una riqueza fácil, el desprecio absoluto por los valores y la dignidad del ser humano, la carencia de instituciones que garanticen un mínimum de orden, solo pueden traer como consecuencia el cuadro dantesco de Tumeremo, producto del caos social.
Demasiado buenos somos como sociedad para ajustarnos a la precariedad de las condiciones de vida que soportamos ante la ausencia del Estado y al margen de la ley. Hemos llegado al imperio de los pranes y a la constatación de evidencias irrefutables del acabóse social.
La culpa no es del pueblo, desasistido, en estado de abandono y librado a su suerte, en manos de la violencia y viviendo al borde de la muerte.
Venezuela no es el país con una Constitución que proclama un Estado de Derecho y de Justicia. No tenemos derecho, ni tenemos justicia. Esto está claro en Tumeremo. Allí se lucha por subsistir y la locura del oro pretende ocultar la miseria espiritual en que nos encontramos sumidos.
El presunto autor de la masacre tiene antecedentes que ilustran su carrera: imputado por varios delitos graves, en definitiva, fue condenado por un delito menos grave que tiene garantizado un régimen de impunidad por el cual el proceso se suspende con el compromiso de algunas aportaciones para una escuela, la donación de unas computadoras y un régimen de presentación que no excede de algunas semanas.
Dentro de algunos días solo quedará un recuerdo borroso y confuso de Tumeremo. El Gobierno se encargará de procurar su olvido, alimentará las versiones del paramilitarismo, la determinante influencia de fuerzas imperiales desestabilizadoras y procurará acallar a las víctimas con algunos ofrecimientos que tienden a neutralizar sus justos reclamos de justicia.
Una vez más, el pueblo sufriente de la tragedia de Tumeremo cargará con su cruz de sufrimiento y de dolor, será víctima de nuevos engaños y traiciones, pero también reafirmará su fe en un futuro que no puede tardar más, en el cual encontrará el aliento de la resurrección a una vida acorde con su dignidad.
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