Por: José Rafael Herrera
Cada tercer jueves del mes de noviembre de cada año, por resolución de la Unesco, se celebra el Día Mundial de la Filosofía, desde el año 2005. Sin embargo, y en virtud de la cada vez más difícil situación por la que atraviesa la sociedad venezolana, en general, y sus universidades, en particular, la comunidad académica que conforma la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela, tomó la decisión de extender dicha celebración, convirtiéndola en una jornada de reflexión y diálogo durante toda una semana. El nombre que recibió esa jornada fue, precisamente, el de “Semana de la Filosofía”, y en ella las diferentes áreas del oficio filosófico –la ontología, la lógica, la teoría del conocimiento, la ética y la estética, así como la filosofía política y social y la filosofía de la praxis y de las ciencias humanas–, han concentrado su atención, quizá como nunca antes, en la crisis orgánica que circunda y pareciera ir asfixiando –cada vez con mayor fuerza– al país.
Y es que, en efecto, para aquellos que han dedicado su vida a la reflexión filosófica, se trata de pensar la filosofía “aquí y ahora”. Esa es la tarea que, siguiendo el pulso de la filosofía clásica antigua, definieran los grandes exponentes del idealismo alemán como el hic et nunc, el “aquí y ahora”. Semejante responsabilidad, más allá de todo tecnicismo escolásctico, pareciera ser, más que un mero desiderato, una ineludible necesidad entre nosotros. Y, como toda necesidad, en estricto sentido kantiano, los convencionalismos y las formalidades, en este punto, sobran, especialmente a la hora de dar cuenta precisa de “la verdad de la cosa” que se pretende adecuar, es decir, de la cabaladequatio del sujeto y del objeto del que se pretende dar razón. Tarea, como se comprenderá, nada fácil y que, muy por el contrario, comporta un desafío, un reto para la inteligencia, para el intelligere, tal vez como nunca antes en nuestra historia.
De hecho, la labor de pensar este “aquí y ahora” se nos ha hecho tan imprescindible que, en buena medida, de ello depende nuestra propia existencia como ser social, como Bildung, porque de ella depende la superación del actual desgarramiento que ha terminado por penetrarlo todo, dejando a su paso temor y fanatismo, corrupción y miseria: nada menos que los pilares sobre los cuales se sustentan los regímenes autocráticos. Más aún, no pensar este ser en este tiempo sellaría, para nosotros, el fin de los estudios filosóficos en sentido estricto y, con ello, su justificación cultural, social e histórica. Lo cual, además, representaría el triunfo de lo peor del cinismo, de la canalla vil, de la complicidad con el “mal banal” del que Hannah Arendt diera cuenta, convirtiendo en artefacto de utilería, en auténtica reliquia de lo muerto, el pensamiento vivo. La filosofía, de hecho, no prospera en los museos de cera ni en las estanterías de la botica; tampoco en las “salas de las momias” ni en aquello que Spinoza llamaba “los asilos de la ignorancia”. Como decía Hegel, “en el gabinete del coleccionista de la naturaleza, solo yacen los insectos muertos, las plantas secas, los animales conservados en alcohol, y todo meticulosamente agrupado y separado, en estricto orden analítico”. Porque ahí donde, como en un “Caracas-Magallanes”, el ser vinculaba estrechamente, con un lazo amistoso, la diversidad infinita, ahora solo se halla presente la amenaza de la muerte.
Hay, de hecho, tiempos felices, como los tiempos en los que predomina un sistema completo y total. Pero también hay tiempos –como ya se dijo– de escisión, de crisis orgánica, tales como los tiempos presentes. En esos períodos, como dice el joven Marx, la filosofía tiene la necesidad de volver sus ojos al mundo externo, no ya en plan de comprender sino, más bien, de involucrarse con él, de “tejer intrigas con el mundo”, echándose en el “corazón de la sirena mundana”. Con ello, la filosofía entra en el período de su cuaresma, en un tiempo para la penitencia, sin duda, pero también en un tiempo para la liturgia que va preparando el terreno propicio para su resurrección.
No parece haber muchas alternativas, en consecuencia. La responsabilidad que nos impone el oficio, nos compromete a abandonar las “lecturas desinteresadas”, la nemotécnica del ocio, el absurdo formalismo escolástico, el actuar de espaldas a la realidad, como si nada estuviese pasando. Hay que echar los ojos a las espaldas, voltear la mirada al pasado, para poder reconstruir este tiempo de ausencia de objetividad y de pobreza espiritual. Cada página leída, cada autor, cada disciplina filosófica, cada tema y problema, nos exige dar cuenta, hacer con-cordancia, ser autores y actores del pensar lo que se dice y del decir lo que se piensa, para volver a tejer este ser que estalla en pedazos, transformándolo en el centro mismo de nuestro discurrir. Dice Hegel, en la Real philosophie, que “los pueblos derriban a la tiranía porque ella es abominable, vil, etc.”. Pero, en el fondo, la derriban “solo porque ha llegado a ser superflua”.
Y, sin embargo, conviene tener presente el hecho de que hacer la “filosofía mundana” o hacer “mundanal la filosofía”, no quiere decir renunciar a la speculatio constitutiva del pensamiento. Como tampoco se trata, según lo que se representan unos cuantos audaces –generalmente impreparados y plenos como están de “pasiones tristes”– de considerar el estudio, especialmente, de la historia de la filosofía o de los grandes pensadores del pasado, como si se tratara de un cuerpo anacrónico o de un grupo de figuras fantasmagóricas, sin vigencia ni contexto y, por ende, sin ningún interés efectivo para el presente.
Insistir en la comprensión del presente y lo real, develar las inconsistencias de la mitología que insiste en sobre-exaltar el pasado, calificándolo de “heroico” y “glorioso”, dividiendo abstractamente el país en “patriótas” y “apátridas”, con el firme propósito de manipular hasta la nulidad el presente, con el objetivo de mantener un régimen caracterizado por su condición reaccionaria, extraño a la verdad, a la razón y a la voluntad libre, enemigo de la inteligencia y del pensamiento, crasamente totalitario, despótico y barbárico. Cultivar la pobreza espiritual de los pueblos es la premisa necesaria para que la filosofía levante su voz y reclame el sagrado derecho de decir que no