Vivimos, se dice por doquier entre opositores, el momento más deprimente, una cruel jugada del destino que nos transformó en un santiamén, por vilezas de la tiranía y pecados nuestros, de una mayoría altiva en un triste e indigesto caldo morado. La peor de las circunstancias que hemos vivido en esta larga y cruel enfermedad, dicen muchos. Se habla poco de política, ¿para qué? Facebook, recinto de corazones de clase media, ha vuelto a ser mayoritariamente jardín para cumpleaños felices y consejos para bienvivir.
Para ser más sintético y menos emotivos, digamos que sí, que vivimos una situación de desconcierto ante una realidad extraordinariamente incoherente. A título de consuelo, digamos que el mundo de hoy vive en una atmósfera parecida, con muchos matices, claro –los daneses comen a gusto y son felices, los yemenitas mueren de hambre y se masacran–, pero en el que se llega a predecir a menudo hasta el próximo fin de la especie humana, y esta vez no lo dicen el charlatán de Nostradamus ni los carajitos de Lourdes, sino premios Nobel de ciencia, y ello básicamente por nuestras poderosas bombas y nuestras desmesuras ecológicas, Donald Trump añadido. Habría que hablar aquí de la posverdad, el terrorismo, las alienaciones de la riqueza, las desigualdades, las migraciones de los condenados de la tierra, el populismo y el neofascismo, nuestra pulsión de muerte… pero lo dicho basta para tratar de aliviar en algo la prostituida identidad nacional.
En ocasiones similares suelen usarse expresiones destinadas a superar el duelo y a propiciar la reanudación del combate. Ahora la llaman resilencia (sic). Ya se pueden imaginar: solo un tropiezo, el gobierno agoniza en el fondo, la libertad siempre triunfa, somos un gran pueblo… y dele no más. Si para algo le sirven, cómprelas. También vale irse a Miami o refugiarse en el espíritu, que es “demasiado grande para el mundo”, decían los románticos. Pero si quiere simplemente seguir en esta demasiado laboriosa empresa, llena de abominables trampajaulas, ciertamente, pues no queda más remedio que tratar de pensar y actuar con la mayor racionalidad política posible, lo que quiere decir, formulando estrategias correctas que alcancen los fines que postulan.
Pienso, por el momento, que hay un problema inmediato a enfrentar que son las próximas elecciones y, sobre todo, algunas de sus previsibles consecuencias. Es realmente difícil barruntar qué va a pasar en ese pandemónium. La oposición va dividida, y siento que los partidos más grandes, o menos pequeños, cuya posición hago mía, han moderado su vocería sobre su no participación, la palabra abstención como que nunca suena muy bien. Y han crecido los votófilos de muy variadas cepas. Partidos de la MUD abiertamente enfrentados a la “línea”; municipalistas militantes independientes muy respetables que de verdad no creen en eso de ceder espacios, jamás; oportunistas por montón… Pero también el gobierno va fragmentado como nunca, lo que indica varias otras cosas sobre su cohesión interna. ¿Quién quita, entonces, que la suma de la abstención y los variopintos votantes opositores, aunado a los daños menores al PSUV de sus microsocios díscolos, no dé un número algo reanimador para la depresión opositora?
Ahora bien, sea lo que sea, consumadas las elecciones, con todo y reverencias a la constituyente, habrá que replantearse la unidad y, en especial, mirando las primarias y la elección presidencial que puede ser adelantada. Es obvio que el criterio unificador debe ser ahora muy amplio, laxo, cada quien en lo suyo y nos vemos para… dadas las heridas recientes. Al menos si se quiere tener un solo candidato para esa competencia decisiva, lo cual parece fundamental. Si ese es el objetivo, más allá de que haya quienes tienen ominosas cartas escondidas, bien valdría la pena empezar a moderar la violencia entre las partes opuestas. No olvidar, no es ajeno a ello, que se supone que la presión internacional es la palanca mayor para lograr adecentar el chiquero del CNE. Y recordar la calle, donde viven el sufrimiento y la ira.