A santo de las dudas cosechadas por el controvertido éxito electoral del régimen, una cosa toca reconocerle: de nuevo el chavismo logra fichar la llaga abierta en nuestro costado, la muesca que no en pocas ocasiones se expone torpemente para allí hincar la pezuña hasta el fondo y dejarnos paralizados, rehenes del propio dolor. Los del gobierno han sido en extremo diligentes propiciando el desplazamiento de la rabia y la frustración colectiva por la que deberían estar pagando, para lograr que quienes los adversan -esa mayoría consistentemente dislocada- acabe bamboleándose tras el jab, lobos devorándose los unos a los otros. He allí un arte que se pule con el paso de las horas, al punto de que una fuerza tan contundente como la que se había logrado consolidar tras el triunfo electoral de 2015, la confianza que tanto costó sanear tras años de tenacidad y trabajo, luce hoy virtualmente desmantelada.
La jornada deja un mapa complejo, en efecto. Resultados tan distantes como los de Táchira y Miranda, por ejemplo, obligan a preguntarse dónde falló la organización, y por qué. Ante eso, claro, la amarga reacción no se ha hecho esperar. Navegando en encrespado piélago de desengaños, surgen voces aquí y allá aireando invectivas contra la “suciedad” de la política, contra la dirigencia y los partidos “que nos traicionaron”. Cuesta no avistar en la afiebrada agitación el mismo espíritu del “¡Que se vayan todos!”, la consigna que durante 2001 coreaba el 70% de los argentinos en rechazo a los cuerazos de la debacle económica y la ineptitud del gobierno del presidente De La Rúa para solucionarla. Se trata, sí, del discurso antipolítico que cunde en sociedades donde la crisis de representatividad y el desencanto invade todos los espacios -tal como ocurrió en la Venezuela de los años del Caracazo- y que aún anclada a un comprensible despecho, a menudo termina haciendo más daño del que pretende reparar.
Lo exótico en este caso es que la antipolítica se vuelve potente arcabuz no para ser apuntado contra el poderoso, el real “monstrum horrendum” -uno que, por cierto, desprecia redondamente la política- sino para abrir boquetes en nuestras propias trincheras. Quizás allí reside su mayor toxicidad: dado que el primer objetivo de un régimen con vocación totalitaria es desarticular los nexos sociales, destruir los espacios del intercambio para el actuar juntos, para procurar consensos; cebar la idea de la impotencia de la política para gestionar conflictos o atornillar la sensación de que las instituciones sólo interponen trabas a la necesidad de escuchar “lo que la gente quiere”, cada paso dado en aras de minar la construcción de un orden democrático y plural, que lleve a boicotear la capacidad de una sociedad adulta para gestionar sus fracasos sin desmoronarse, será útil para los autócratas.
Cada tecla que pulsa el inescrupuloso rival resulta muy efectiva en ese sentido. La turbia sensación que cobra cuerpo cada vez más preciso entre nosotros es que los vínculos que ayer nos juntaban hoy lucen gastados, entecos, y aún peor: irreparables; que la ansiedad natural por el caos que nos acogota es incompatible con la paciencia que ciertos procesos demandan; que el desconcierto de los líderes -alarmante, nadie lo duda- los condenaría a desaparecer… ¿y luego? Sabemos que no es fácil crear liderazgos de la nada, que hay mucho sudor y sangre invertidos en la acumulación de un know how en el que, paradójicamente, se comienza a identificar la fuente imperdonable de los “vicios” de los políticos profesionales. Preocupa no sólo entonces que se pierda confianza en la relevancia del voto, sino que tras esa exigencia de radical purga de referentes se esconda el viejo anhelo de topar con ese outsider sin prontuario, un “cirujano de hierro” incapaz de traicionarnos. La decepción, en fin, mutila los avances. Mientras, el régimen se solaza y avanza en el proyecto de consolidar sus fortalezas a expensas de la debilidad del oponente.
Sin desmerecer la crítica a los infortunados traspiés de la dirigencia, a la absurda mella que hace a estas alturas el pecado de candidez o la crónica fragilidad de una unidad-sin-unidad, es justo en medio de las brutales limitaciones pesar con cautela cada error y detectar cuánta responsabilidad nos corresponde asumir ahora como ciudadanos. Sorprende, por ejemplo, la paternal benevolencia de algunos para excusar las omisiones de la gente, su apatía, su no-participación, todo culpa “de una dirección que va del timbo al tambo”. Nada tan hostil a la noción de autonomía. Lo productivo será dejar de mirarnos como almas perdidas, niños invalidados por la orfandad política, y procurar organizarnos para hacer más eficiente el flujo de propuestas. La sociedad civil tiene ante sí un reto enorme: y es no dar razón a quienes por un lado creen que los caminos andados han sido inversión inútil, o a quienes por otro apuestan a la anomia, al estacazo del fraude inauditable, a la desinstitucionalización. Caemos, sí, pero nos levantamos.