Las he desplegado sobre mi escritorio como mano de naipes: fotos que registran la primera visita de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir a Cuba, a comienzos de 1960. Volaron a la isla por expresa invitación de Fidel Castro.
Sartre publicó durante su estadía 16 notas para el diario parisino France Soir que son su crónica del viaje. Fueron recogidas en un tomito que lleva el mismo nombre de la serie: Huracán sobre el azúcar.
Las fotos, captadas por Alberto Korda, fotógrafo cubano que inmortalizó la seráfica imagen del Che Guevara que ha iluminado camisetas, posters y tatuajes desde hace más de medio siglo, invariablemente dejan ver a Sartre y su compañera desentonando en lo que a vestimenta se refiere.
En una de ellas, captada desde la proa de un pequeñísimo bote a motor, la corbata negra de Sartre, volada hacia la espalda por el viento, y el turbante, la gruesa tricota y el ceño fruncido de la Beauvoir sugieren que Fidel Castro, quien viaja de pie en el bote, detrás de la pareja, no les advirtió que saldrían a recorrer un canal de riego que atraviesa lo que parece ser un muy soleado cañaveral.
Sartre, sofocado por el calor y el cafard de los trópicos debió quitarse la americana en algún momento, antes de que Korda tomase la foto, y la lleva sobre sus rodillas, junto con la petaca de tabaco y la pipa. Comme d’habitude, su estrabismo no deja saber qué atrae más su atención, si la ribera del canal o el rocoso perfil de La Beauvoir quien, a su vez, entrecierra los ojos, mirando a lateral de cámara, con la expresión deslumbrada de quien, ya en la playa, nota que ha dejado olvidadas en el hotel sus gafas ahumadas.
Fidel, ya lo dije, viaja de pie, con la cabeza descubierta. Tiene a la sazón 34 años, luce “joven y bienamado de los dioses”, y hay en su levísimo amago de sonrisa algo del cazador que se hace fotografiar, a lo Hemingway, con las presas que acaba de cobrar: nada menos que a los sumos mandarines de la intelectualidad europea de posguerra.
Ni Sartre ni la Beauvoir eran, por cierto, los primeros intelectuales de izquierda que acudían a ver y consignar en un travelogue todo lo que para ellos entraña una revolución en marcha. La lista, en verdad, es larga, y comienza muchos años antes de la revolución cubana – prensemos en John Reed y sus evocaciones rusas y mexicanas –, aunque no siempre el recuento del viaje trajo halagüeñas noticias a los creyentes que no habían tenido ocasión de peregrinar a la tierra donde, según habían oído decir, una revolución obraba sus prodigios.
Lo digo pensando en André Gide, no precisamente un sedentario, y autor de penetrantes libros de viajes a Turquía, el Congo, al Chad. El ganador del Premio Nobel de Literatura (1947) se hizo blanco de toda clase de injurias cuando en 1936 publicó su devastador Regreso de la URSS.
Durante su viaje a Cuba, la Beauvoir y Sartre, vieron y anotaron con entusiasmo, buen decir galo y también solidaria consternación, muchas cosas que les tocó vivir. Una de ellas, quizá la más estremecedora, fue el sepelio de las víctimas de un atroz sabotaje dinamitero a La Coubre, un carguero, casualmente también francés, que había atracado en La Habana con 70 toneladas de municiones procedentes de Amberes. El atentado, atribuido entonces a la CIA, causó más de cien muertes. Fue durante la multitudinaria ceremonia luctuosa cuando Korda captó la imagen del Che, tocado con su boina estrellada y la mirada triste y profética.
La ocasión atrajo una de las más grandes concentraciones ante las que Fidel Castro haya pronunciado jamás un discurso. Oigamos lo que el autor de Las Palabras transmitió a sus lectores franceses acerca de la oratoria castrista: “Fidel piensa hablando, o más bien, vuelve a pensar todo lo que va a decir; lo sabe, y sin embargo, lo improvisa. […]En ningún momento el ritmo del auditorio se impuso a esa voz que jamás se sintió poseída por la urgencia o por las rabias populares. Me alegré: entregada a sí misma, a su sola pasión interior, la oración fúnebre mostró mejor lo que era, lo que fundamentalmente son los discursos de Fidel: una explicación. […]Esa elocuencia pedagógica, a veces un tanto pesada y otras fulgurante, daría a un oyente francés la impresión apenas consciente de oír hablar a Charles Péguy. Me han dicho que sedujo a los cubanos desde el primer día que usó la palabra. Cansada de discursos, la nación desdeñaba las frases; desde que Fidel le habla, no ha oído ninguna. Hechos. Demostraciones. Análisis. Estupefactos, los cubanos no reconocieron en eso a los viejos arrebatos del parlamentarismo. La voz humana, pues, podía servir para otros fines”.
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Con todo, Sartre reserva la admiración más ferviente para el Che Guevara, quien recibe a la pareja – ¡estuve a punto de escribir “los esposos Sartre”, olvidando la permisiva doctrina de ambos sobre el amor contingente! – en su despacho del Banco Central. Korda brinda imágenes que ahorran cualquier elucidación sobre la tiranofilia de los intelectuales descrita por Mark Lilla en su libro Pensadores temerarios.
Sartre y la Beauvoir se sientan en un sofá; el Che lo hace en una butaca. Ha ofrecido un puro habano a Sartre quien debe arrimar el culo al borde del sofá e inclinarse hacia el Che para encenderlo. El Che le acerca un encendedor pero el gesto se confunde, a causa de una mala angulación de Korda, con el de un obispo que ofreciese su dedo anular al beso de un feligrés. La Beauvoir luce divertida ante la idea de ver a su “Castor” fumar lo que quizá sea el primer Partagás Serie “D” # 4 de su vida.
La conversación, tal como la transcribe Sartre, resulta en una vindicación de la concentración de poderes y la inexperiencia del nuevo funcionariado estatal como ventaja comparativa de la revolución. Quizá el intelectual “generalista” que hay en Sartre aborrezca a los altivos tecnócratas egresados de la ENA (Ecole Nationale d’Administration), pero igual tengo para mí que todo no es más que otra derivación de un tema obsesivo de los pensadores de izquierda europeos: el de la ontológica “originalidad de las revoluciones” tercermundistas.
Habla Sartre: “Castro – me dijo un día Guevara, indicándome su propia cabeza – podría raramente hallar una cabeza más completa”. Así se conceptúa a sí mismo Guevara, recién encargado del Banco Central. La entrevista ocurre poco después de cosechar el comandante argentino su primera zafra de fusilamientos en la fortaleza de La Cabaña. “En los ministerios y en las instituciones – celebra Sartre –, un gobierno de rebeldes y resistentes puso a la cabeza de los servicios más altamente técnicos a resistentes y rebeldes”. Lo justifica afirmando que los dirigentes, afrontando el gran esfuerzo de arrancar Cuba a la miseria, “se quedan cortos, a menos que, mientras se forman los cuadros, asuman todos los cargos, todas las competencias y no teman convertirse en hombres universales”. Sartre ofrece como demostración de esa universalidad el comentario de Enrique Oltusky, un rebelde de la primera hora, fallecido en 2012: “No sé por qué me hicieron Ministro de Comunicaciones. Quizá porque estaba encargado de destruirlas durante la guerra [revolucionaria]”.
A la muerte del Che, en 1967, Sartre escribiría de él que “no fue solamente un intelectual, sino el ser humano más completo de nuestra era”. Y es verdad que la violencia revolucionaria fascinó hondamente a la pareja. Muchos años después, la Beauvoir aún recordaba lo que Sartre le dijo una noche en La Habana: “esta es una revolución sin maquinaria ni burocracia: lo que hay, en cambio, es un contacto directo entre los líderes y el pueblo y una masa de pugnaces y ligeramente confusas esperanzas”.
Y añade: “tal vez [aquello] no durase mucho, pero era una visión reconfortante. Por primera vez en nuestras vidas éramos testigos de una felicidad obtenida por la violencia”.