Por: Leonardo Padrón
¡ Ah!, esa instancia anti climática que es el aeropuerto nacional de Maiquetía. Esa apología al caos. Ese desorden ontológico que allí se expresa.
Madrugaste. Llegas apolillado por el hambre. Haces una larga cola en El Budare, donde naufragan las únicas arepas decentes. Ubicas la puerta de salida. Ajá, es la puerta siete. Te sientas y aguardas. El vuelo comienza a retrasarse. La espera crece como una mancha de tinta. Alguien de la línea aérea te alienta señalándote que justo allí está el avión, limpiando sus entrañas.
Te quedas tranquilo. Dejas de ver el reloj. Al rato, muy largo rato, escuchas que una voz en off, esa omnipresente voz de todos los aeropuertos, te dice: “La puerta de salida para el vuelo 2042 ha sido cambiada para la número cinco”. Ves el avión que limpian, pero ya no ves al empleado que te juró que ahí te montarías. Te apuras como los demás en pos de la nueva puerta de salida. De pronto, caes en cuenta: ¡voy a la puerta cinco! ¡A la agria y célebre puerta cinco!! Tu cerebro saca a pasear una sonora grosería.
Sabes lo que viene.
Como dicta la tradición, la escalera mecánica que te conduce hacia ese sótano del desatino no funciona. Llegas. Sientes que fue allí donde alguien inventó la palabra bululú. Te escurres hacia el baño, te lavas la cara y, goteando por todos los flancos, descubres lo predecible: no hay papel secante. Ahora sí, te enfrentas a la puerta cinco. Ella, por cierto, es un simple eufemismo, pues en realidad son cuatro puertas de embarque. Gente de cuatro destinos distintos se juntan en un espacio que honra a la claustrofobia y el caos. Y como la norma es que los vuelos se atrasen, ocurre la consabida multiplicación del prójimo. No hay silla para tanto mal humor. Pasa una hora y nada. Pasa otra. Así, impunemente, sin que nadie te de una explicación. Preguntas.
Te dicen que hay un atraso grande, que están alquilando una unidad de otra línea, que se necesita una firma para mover el avión que ves allí inerte, aburrido, sin oficio, en mitad de la pista. Dicen que eso dura apenas media hora. Sabes que mienten.
Ellos también lo saben. La espera sobrepasa las tres horas. Todos los compromisos que tenías esa mañana ya son pasado. El único televisor para paliar el hastío y la furia transmite la señal de VTV.
Esa programación donde, sin éxito, intentan que Nicolás Maduro sea una estrella.
En términos de paciencia, ya todos nos habíamos quedado sin saldo. La gente empezó a gritar, a reclamar, a urgir una solución.
Los empleados de la línea aérea escurrían el bulto. Ninguno ofrecía una mínima disculpa. De pronto, comenzó una competencia donde dos grupos de pasajeros se disputaban el único avión disponible: “San-to-mé!!”, gritaban unos, “¡¡¡Bar-ce-lona!!” respondíamos los demás. No sé por qué suponíamos -estúpidamente- que el grupo que gritara mas duro conquistaría el derecho a viajar primero. Al fondo, arrinconados, estaban dos alemanes bañados en salsa de estupor.
El día anterior, el inefable Andrés Izarra garantizaba en Globovisión que nos convertiríamos en una potencia turística. Cuánto candor, Izarra. ¿O acaso cinismo? *** “Ya aquí no vienen los europeos”, me dice un taxista en Margarita. “Ya no hay chárter directos. Las agencias de viajes les recomiendan no venir. Usted sabe, por lo de la inseguridad”. Me cuenta que esa postal llamada Playa El Agua es zona roja. A ciertas horas se mezclan el malandreo, el libertinaje, la droga y la tonta audacia del turista. “Ahora los que vienen son argentinos. Y gente de Barbados. Pero esos ni se mojan en la playa. Van a hacer compras a Conejeros y a la Santiago Mariño”. Dice que la playa más visitada hoy día es El Paraíso, en el Guarache. Esa era antes la favorita de los cruceros.
“Hace años que ya no vienen.
Llegaban dos barcos diarios.
Desde que el gobierno agarró el muelle empezaron los problemas”. Le pregunto cómo lo está haciendo el nuevo gobernador. Relata que él ya tenía un gobierno paralelo aún antes de ser electo. Los recursos le llegaban al candidato oficialista. No al gobernador opositor. Hablamos del antiguo Hotel Hilton, dígasele Venetur. “Hasta ellos mismos reconocen que ahora es un desastre”. Y lo resume todo en una frase demoledora: “Este gobierno es como el salitre.
Lo que toca lo destruye.” Izarra se oye cada vez más lejano: “Seremos una potencia turística”.
*** Un verdadero estandarte de la simpatía oriental me comenta en el aeropuerto de Margarita: “No creas que por esta camisa roja yo….”. El hombre trabaja para el gobierno y carga puesta, ni modo, la prenda ideológica. Hablamos de la invicta belleza de la isla. Sigue siendo una zona de magia, cómo negarlo. Una medalla de oro en nuestra jactancia de venezolanos. La señora que me vende el cachito y el jugo me da un vaso ínfimo: “Tome jugo y traiga y yo se lo lleno otra vez. Es que hace tiempo no me llegan vasos de los normales” Así la carestía. Tampoco hay pitillos pequeños para remover el azúcar del café. No hay splenda.
Se jodieron los diabéticos.
*** Aquiles Báez, Mariaca Semprún y yo llegamos a Lechería para presentar un des-concierto que reúne música y poesía. Mientras hacemos la prueba de sonido el empresario nos comenta que poco tiempo atrás se presentó en la misma sala Laureano Márquez. La hora del espectáculo era a las 8 pm. Un hombre llegó con un grupo animoso. Eran las 7 y 45 pm. Fue al restaurant del hotel y pidió una botella de whisky. Transcurrían los tragos y el tiempo. En una nueva ronda de soda y hielo, el mesonero le comentó que ya Laureano tenía media hora de haber empezado.
El hombre, molesto, le reclamó al empresario: “Pero bueno, ¿no y que el show era a las ocho?”. Justamente, a las ocho empezó, le respondieron. Y él, cada vez más indignado, replicó: “¿Y entonces, ahora nos volvimos ingleses?”. Esa mala costumbre que no queremos dejar de ser.
*** Ciertos lectores se mostraron escépticos hace dos semanas ante la historia de Federico contratado en Pdvsa para tuitear insultos y palabras hoscas de lunes a viernes. En Aporrea me dedicaron un artículo que acumulaba más insultos que los que Federico puede tuitear en un mes. Pruebo un ceviche inolvidable en Lechería mientras alguien me dice: “No has visto nada”. Y me cuenta.
En las elecciones del 14 de abril del 2013, Eugenia, trabajadora de Pdvsa, tuvo que ir el domingo a la empresa a pasar el día llamando a la gente por teléfono para inducirlos a votar. El famoso 1 x 10 de la estrategia oficialista. Cumplió su jornada, a pesar de los quebrantos naturales de su segundo mes de embarazo. No se trataba de poner en riesgo el trabajo. Al día siguiente, su superior con un temblor de indignación en el labio superior- los reunió y les reclamó que Maduro hubiera perdido en Anzoátegui. Capriles triunfó con el 52.45 % de los votos. El jefe, caramba, estaba visiblemente alterado: “¡Aquí están los traidores del proceso!” Entonces, decidió castigarlos. Mandó a desalojar todo el edificio, todas las gerencias. Durante una semana entera, el personal fue trasladado a la plaza Alberto Lovera frente a la Redoma de Guaraguao y otros a la Plaza Bolívar de Barcelona a pasar el día, ataviados con franelas rojas, gritando consignas tipo “Chaaa-vez vive, la luuuu-cha sigue!”. Todo bajo la tortura del rudo sol oriental. La orden no contemplaba atenuantes de sexo, salud o embarazo. Eugenia, al segundo día, ya estaba insolada. Seriamente insolada. Pero, sobre todo, humillada. Las náuseas del embarazo se le confundieron con la palabra patria. Así estaba pagando la afrenta mayúscula de no haber logrado a través de su teléfono que Maduro venciera a Capriles en Anzoátegui.
*** El domingo aterrizo en Maiquetía.
Como siempre, toca llegar en autobús, a pesar de haber volado en avión.
Entro por la puerta cinco. Veo la gente que aguarda por la salida de su vuelo. Aún falta para que la desesperación los arrope como un tsunami. Veo a los empleados de las líneas aéreas preparando su falta de argumentos para justificar las demoras. En sus rostros hay un óxido de cansancio. Eso es lo que pasa. Hay demasiado salitre en la puerta cinco.
Demasiadas grietas en la torpe épica del turismo nacional.