Con profundo dolor hay que registrar la triste realidad de un Tribunal Supremo de Justicia, árbitro de la legalidad, cuya Sala Constitucional, garante de la Carta Magna, se coloca al servicio de intereses ajenos a la justicia para respaldar y afianzar las órdenes emanadas del Ejecutivo.
Pero, lo más grave, es que las decisiones que se toman pretenden revestirse de la apariencia del apego estricto a la ley y a las más autorizadas orientaciones doctrinarias, siendo así que, en forma flagrante, violan el ordenamiento jurídico y se apartan de las enseñanzas de los maestros que se citan en forma parcial y fuera de contexto.
La sentencia 09 del 1º de marzo de 2016 que desconoció, entre otras cosas, las facultades de la Asamblea para revisar sus propios actos y excluyó de su control a determinados funcionarios públicos, contra el mandato de la Constitución, en su artículo 223, desaplicando por una pretendida violación de derechos la sanción penal por desacato al Parlamento, contenida en la Ley sobre el Régimen para la Comparecencia de Funcionarios Públicos ante la Asamblea, merece la más severa crítica y la censura pública. Pero, independientemente del rechazo, en razón de los alegatos jurídicos, se impone una consideración de orden ético que hace moralmente condenable el pronunciamiento de la Sala Constitucional.
Los magistrados que firmaron la decisión se atrevieron a citar, en el texto del infausto documento, al Profesor Luigi Ferrajoli, padre del garantismo penal y maestro en la doctrina del respeto absoluto a los derechos humanos y de la transparencia en la administración de justicia, en particular, en el ámbito penal.
Como bien sabemos, 3 de los 7 magistrados de la Sala Constitucional que fueron designados en Diciembre de 2015 en franca violación del debido proceso, sin publicidad, con jubilaciones forzadas y con manifiesto interés personal en la decisión que precisamente afectaba su condición de magistrados, en lugar de inhibirse, como se lo imponía la ética y el derecho, optaron por no firmar la decisión por supuestos motivos justificados -aunque firmaron otras el mismo día-, afectando su validez, pero fundamentalmente, poniendo de manifiesto una burda maniobra o “marramucia leguleyesca” que revela la grave falta moral cometida.
Si un asunto concierne al juez o este tiene interés en su resultado, debe inhibirse. Como lo apunta Ferrajoli, en cita que debían conocer los magistrados de la Sala Constitucional y que ignoraron, se aplica la doctrina, según la cual, en materia penal y en la actividad jurisdiccional en general: “Esta imparcialidad del juez respecto de los fines perseguidos para las partes debe ser tanto personal como institucional. Es necesario, en primer lugar, que el juez no tenga ningún interés privado o personal en el resultado de la causa: “nadie debe ser juez o árbitro en propia causa” y por ello -son palabras de Hobbes – “nadie debe ser árbitro si para él resulta un mayor provecho material o espiritual, de la victoria de una parte que de la de la otra” (Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón pág. 581).
Los jueces o magistrados que no se inhibieron y los restantes miembros de la Sala que convalidaron la situación y avalaron la maniobra de la excusa de no firmar por supuesta causa justificada incurrieron en una falta grave que merece el más severo reproche moral y jurídico, resultando afectada la validez y eficacia de la sedicente sentencia.
Quienes deben dar ejemplo de imparcialidad, transparencia, idoneidad y probidad a toda prueba, han quedado expuestos ante la colectividad como “jueces que merecen ser juzgados”.
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