A Jorge Machado
En sus célebres Conversaciones, Johann Peter Eckermann, secretario privado de Goethe, recoge, no sin paciencia y extraordinaria pulcritud, las conversaciones sostenidas entre el autor de Fausto y las figuras más representativas de la Intelligenz alemana de su tiempo, desde 1823 hasta 1832. En una de esas conversaciones, cual testigo de excepción, Eckermann describe el encuentro sostenido entre Goethe y Hegel. Aunque no exento de las formas propias de la cortesía, el diálogo estuvo, de principio a fin, cubierto por una cierta atmósfera de incomodidad, dadas las manifiestas diferencias presentes entre ambos pensadores. Respetuosamente, Hegel escuchaba con la debida atención las objeciones que iba haciendo el alter Lehrer acerca de su filosofía, y especialmente respecto de aquello que consideraba como un asunto de sumo cuidado: la enseñanza de la dialéctica a los jóvenes estudiantes universitarios, pues, en su opinión, el aprendizaje de la dialéctica solo era conveniente en mentes maduras, capaces de asimilarla, pero de ningún modo en mentes precoces.
Eckermann, en silencio, iba tomando nota. Hegel intentaba explicarle al Maestro que la dialéctica permite la comprensión y superación de las abstracciones del entendimiento, por lo que abre y flexibiliza las mentes, más allá de las presuposiciones y de los prejuicios, con lo cual garantiza el progreso y desarrollo del Espíritu humano en la historia. Goethe insistía en los riesgos que podía acarrear la conquista de un pensamiento que todo lo objeta, que todo lo enjuicia y somete a duda, a eso que, más tarde, Adorno designará como “el sano espíritu de contradicción”. No obedecer ciegamente, mostrar irreverencia, dar cabida a la diversidad, a la pluralidad del pensamiento, representaba lo contrario a la disciplina que los jóvenes requerían, a los fines de vivir en armónica obediencia con los principios del Estado y de la fe. Llegados a un cierto punto, Hegel dejó de lado las formas. Se levantó de improviso y dijo al Maestro: “Muy estimada Excelencia, la dialéctica es el sagrado derecho que tienen los hombres de decir que no”.
Desde Sócrates en adelante, la filosofía se ha dado a la tarea de mostrar que los adoctrinamientos y la obediencia ciega –¡oh, triste prohibición la de poder pronunciar un pero!– solo pueden ser de transitoria utilidad para una vida ausente de inteligencia y, por eso mismo, carente de la necesaria pluralidad que alienta a toda sociedad libre. Por su naturaleza dialógica, la democracia, ese modo de gobernar que comporta, propicia y tolera en sí mismo el debate de ideas y valores, que comprende la diversidad –la multitud de Spinoza– como el principio determinante de la unidad orgánica, es esencialmente dialéctica. De ahí que le resulte peligrosa a quienes se resisten al cambio y conciben la sociedad como el templo de la obediencia ciega y de la intolerancia cuartelaria.
Decía Maquiavelo en sus Discursos sobre Tito Livio que la república romana nunca fue tan pujante como en la época de los grandes debates y la confrontación de las diferencias. Según el filósofo florentino, la fuerza de las oposiciones –ese “sagrado derecho de decir que no”– fue la fuente de donde surgió la vitalidad de la cosa pública romana. Con el tiempo, lo que en el gran Goethe fue apenas una preocupación, una comedida y, sin duda, prudente muestra de cuidado frente a la autoridad y el poder del Estado prusiano, se transformaría, en las manos de un Mussolini, de un Hitler, de un Stalin o de un Fidel Castro en la explícita prohibición de pensar, en la negación de toda posible objeción, en la negación de todo derecho de negar. Todo totalitarismo, toda forma de autoritarismo, todo régimen que hace suyo el principio de la fuerza bruta, la obediencia y la uniformización de la vida, es contrario al pensamiento, a la dialéctica inmanente a toda filosofía.
Un joven profesor de filosofía moderna, un estudioso de la obra de Leibniz que, además, promueva en las jóvenes generaciones de la oposición militante la facultad de pensar –de saber decir que no–, tiene que ser un auténtico peligro para todo régimen que propicie la superchería, la pobreza material y espiritual, el “conocimiento de oídas”, la vida cuartelera, la mediocridad y la malandritud como modo de ser. Decía Gramsci –otro preso de conciencia filosófica– que el folklore es la expresión de una concepción del mundo “fragmentaria”, parcial, local e inmediatista, que, no obstante, conviene ser “superada y conservada”. Pero el folklorismo, impuesto como doctrina política y social, es otra cosa. Es, en realidad, toda una “prehistoria contemporánea”, hecha de las más extravagantes “entidades heterogéneas” que bien pudiesen mezclar el patrioterismo con el G-2 cubano, la cruel barbarie con la santería, el liqui-liqui con el maoísmo, el patetismo propio del analfabeta funcional con el terrorismo islámico, el liberalismo de Bolívar con el jugoso “negocio” de las narices frías. En fin, todo un pastiche oriental.
El profesor en cuestión tenía que ser acusado por rebelión y traición, porque estaba enseñando a las nuevas generaciones a pensar, a hacer suya la máxima spinoziana según la cual “el orden y la cenexión de las ideas es idéntico al orden y la conexión de las cosas”. El joven profesor enseña el delicado oficio de transmitir conocimiento, de formar del mejor modo a los futuros dirigentes de ese imaginario país –ese realismo mágico– que llegó a ser en algún momento la república más próspera de todo un continente para luego ver morir a sus hijos de hambre y miseria. Es coherente, en tal sentido, la ilógica lógica de la doctrina folklorista y de su pegostoso “conocimiento de oídas”: un profesor como ese podría echar por tierra “los principios” sobre los cuales se sustenta el resentimiento encumbrado. Por eso mismo, representa un auténtico peligro para la estabilidad y la paz del cartel, sustentada en la anulación de toda diferencia, de toda objeción, de toda duda. ¡Se ha rebelado! ¡Ha traicionado “la patria”! No hay cosa que produzca más temor entre los prepotentes y presuntuosos ignorantes que ese sagrado derecho esgrimido por Hegel en su conversación con Goethe. Cabe preguntarse todavía, qué pensaría el padre de la poesía romántica frente a semejante escenario de mórbida injusticia. ¿Qué diría Fausto de las retorcidas acciones de Mephisto?