El ruido del tiempo (Anagrama) es la más reciente novela del escritor británico, Julian Barnes, ganador, entre otros premios, del prestigioso Booker Prize. La obra retoma uno de los temas que más mortificaron a los creadores del siglo XX: la relación de los intelectuales con el poder y muy especialmente con el totalitarismo soviético y sus diferentes satélites. La colisión entre arte y poder como afirma el autor.
En América Latina hubo un cisma notorio a raíz del desencanto progresivo con la revolución cubana de muchos intelectuales de izquierda, sobre todo escritores, más no exclusivamente, que no tuvieron el estómago para seguir justificando la deriva totalitaria y la consecuente persecución del mundo cultural en la isla. Es de infame recuerdo la sentencia lanzada por Fidel Castro ante una reunión de artistas y escritores: “¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada.” Ese fue el epitafio grabado sobre la tumba de la vida cultural revolucionaria. (Tengo miedo, cuentan que dijo el poeta cubano Virgilio Piñera al salir de la reunión).
La tragicómica trama de la historia que nos relata Barnes se teje alrededor de la relación del célebre compositor, Dmitri Dmítrievich Shostakóvich, con el poder en la Unión Soviética. Dmitri Dmítrievich fue el más importante compositor “oficial” del régimen comunista. Su genialidad lo condenó a sufrir el terror cotidiano de vivir en el paraíso proletario creado por Lenin y Stalin, y tantos otros que, como Trotsky, serían devorados por la quimera que ayudaron a crear. Sería precisamente Stalin, el Padre de la Patria, como gustaba ser llamado, quien seguiría personalmente la carrera del músico que a los 19 años ya había compuesto su Primera Sinfonía y obtenido reconocimiento internacional. El “padrecito” se encargaría de respirarle en la nuca, de hacerle sentir el terror que significaba que él, el líder máximo de la revolución, se dignase a identificar a alguien, aislarlo con su mirada de la masa amorfa de ciudadanos, saberse de memoria su nombre, tener a la mano su número de teléfono y la dirección de su casa.
Shostakóvich subió y bajó en el yoyo de la predilección oficial, cuando bajar podía significar ser enviado a un Gulag o simplemente ajusticiado con un tiro en la cabeza. Por mucho tiempo pernoctó diariamente vestido y con una maleta preparada con lo mínimo en el pasillo de su piso, al lado del ascensor, para que cuando viniera a buscarlo la policía política no perturbara a su familia. De día componía lo que podía, partituras por encargo para películas, música patriotera, y sus grandes obras destinadas a dormir en un cajón de su escritorio. En la noche temblaba de miedo.
Cuando gozaba de cierta fama, tras una presentación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk en1936, un editorial de Pravda bajo el título de Caos en lugar de música denunció su estilo como esnobismo alejado del sentir popular y su vida se desplomó cultural y financieramente. Pero sería Stalin quien lo recuperaría, le restituiría su condición y privilegios y le envenenaría el alma y la vida para siempre. Se le iría la existencia en un juego de gato y ratón con el Estado, tratando de salvar su independencia artística mientras se sometía a todo tipo de caprichos y humillaciones, desde denunciar a Stravinsky y a Solzhenitsyn hasta inscribirse a regañadientes en el Partido Comunista de la Unión Soviética. El Estado, el Big Brother del que nos habló Orwell, lo mimó y lo utilizó como una mascota, lo sometió a un escrutinio feroz, lo obligó a quebrantar la calidad de su música en ocasiones, pero no logró abatirle el genio que salvó gran parte de su obra para nuestro gozo.
Del enfrentamiento cruel y desigual entre el individuo y el estado totalitario… queda el ruido del tiempo.