La necesidad de ser amado es el tema central del narcisismo. También lo es del populismo. Y cuando Nicolás Maduro, obsequioso en su cuidado del pueblo del sector Villa Rosa del municipio García de Nueva Esparta (estaba, nada menos, que regalando casas de la Misión Barrio Nuevo Barrio Tricolor), escuchó el sonido de las cacerolas y sintió el estruendoso rechazo de la población, no pudo impedir ser presa de un ataque de rabia narcisista.
No hay peor pifia, desde el punto de vista político, que abalanzarse con guardaespaldas sobre indefensos habitantes de un pequeño y depauperado pueblo, pero tan sólo un día antes el Presidente de la República había tenido la desdicha de escuchar y ver a un millón de personas pidiendo a gritos revocar su mandato, rechazándolo. No ser amado ni querido es una experiencia traumática en la vida de los individuos.
El amor no correspondido es el tema de las grandes tragedias. Pero ¿cómo será la sensación de desamor amplificada e intensificada por el repudio de millones de personas, por la repulsa de una nación entera?
En su ensayo Psicología de masas y análisis del Yo, Sigmund Freud analiza los procesos de proyección y transferencia de las heridas narcisistas que llevan a la identidad entre el líder y la masa. Con Chávez esta dinámica se dio como calco de librito.
Maduro, sin embargo, no sólo heredó una posición difícil de reproducir -el liderazgo carismático no es fácilmente transferible- sino que como continuador del proceso revolucionario se vio obligado a asumir totalmente la culpa del deslave nacional producido por las perversas políticas del castro-chavismo.
Las complejidades psicológicas del narcisismo y la constitución del sujeto populista tendrán consecuencias en el desenlace político de los próximos tiempos.
En sujetos con un Súper-yo débil y capacidad de autocrítica limitada, como es el caso de Nicolás Maduro, la frustración, la rabia y el resentimiento por no ser valorado ni querido conlleva a la intensificación del deseo de dominio. En el narcisismo patológico, el sentimiento de rechazo aumenta la voluntad de poder. El individuo intenta conseguir el amor del otro, convencerse de que es querido, a cualquier precio, sometiendo a las personas e incluso destruyéndolas si se resisten. La diferencia entre el régimen revolucionario y la democracias es que los revolucionarios creen que el orden social y todo lo que existe es producto de la voluntad del Yo. Un Yo primitivo consumido en su propia vanidad narcisista.