Henry Beyle, mejor conocido por el seudónimo de Stendhal, publicó, en 1830, una auténtica obra maestra, que lleva por título Le Rouge et le Noir. El título en cuestión resume, en clave estética, el pasaje del protagonista de la trama por una vida caracterizada por el desbordamiento del deseo y la confrontación con la muerte. Se podría afirmar, en efecto, que el título de la novela de Stendhal –precisamente, “Rojo” y “Negro”– es una alegoría de la vida del señor Julian Sorel, desde su ascendente travesía por el rojo –el deseo y la pasión desbordada– hasta su previsible descenso en el negro –la mort!–. Una travesía que se adecua, no por casualidad, con el dramático pasaje que transcurre desde la era napoleónica hasta el triunfo de la Restauración borbónica. De nuevo, desde los rojos uniformes militares hasta las negras sotanas de los sacerdotes. Pero más interesante todavía resulta el hecho de que, quizá sin saberlo, con ello, el autor definió los tonos cromáticos, viciosamente circulares, de la ideología que, pocos años más tarde, caracterizará al movimiento anarquista.
Por encima de las desviaciones no filosóficas, inherentes a los discursos doctrinarios y a las motivaciones propias del fanatismo –siempre intransigente, siempre barbárico–, henchido como suele estar de “misterios” y dogmas, el anarquismo fundamenta sus presupuestos conceptuales en la existencia de la bondad natural del género humano, una bondad que ha sido sometida por la organización política de la sociedad, con sus jerarquías, sus controles, sus procedimientos autoritarios y el consecuente dominio de los unos sobre los otros.
En este sentido, conviene afirmar que el anarquismo es una concepción heredera de la Ilustración, es decir, es una interpretación naturalista (materialista) y pre-histórica, o, más precisamente, pre-hegeliana, dado que fue Hegel quien, por cierto, introdujo la necesidad de comprender la razón a la luz de su historicidad. En este sentido, no solo se trata de comprender la razón en la historia –como él mismo afirmara– sino de comprender la historia como el escenario de la realización de la razón. Solo después de Hegel, la filosofía deviene, conscientemente, tiempo aprehendido con el pensamiento.
Se comprende, entonces, por qué dos estudiosos de la filosofía de Hegel, como lo fueron Proudhon y Bakunin, recibieran por parte de Marx un tratamiento tan poco considerado, para decir lo menos, marcado por la crítica más despiadada, cuando no por el abierto sarcasmo. Conceptualmente hablando, para Marx, los anarquistas transitan los senderos del iluminismo. Forman parte de eso que llamaba “el defecto capital de todo materialismo anterior”, porque, a pesar de ser cronológicamente posteriores a Hegel, aún deambulan por los –estrechos– caminos que preceden al historicismo filosófico.
Así, mientras que los anarquistas sostienen que, una vez abolido el Estado, resurgirá de las entrañas de la humanidad la bondad que le es “natural” y tendrá lugar el reencuentro de “el hombre con el hombre”, la más pura expresión de la libertad y de la justicia, la recíproca cooperación y la paz, Marx considera que solo mediante la formación cultural, la educación integral y continua del ser social y de su consciencia, puede el género humano conquistar la libertad y, con ella, la eticidad, superando así, dialécticamente, la pre-historia humana.
Es verdad que en el anarquismo hay una pars destruens y una pars construens. La primera exige la objeción frente a los convencionalismos, la desmistificación de las idolatrías, la negación de todo poder absoluto, la rebelión frente a la dominación de los unos contra los otros, hasta llegar al asalto al poder y a la destrucción del aparato estatal como suprema expresión de la opresión política y social. La segunda, en cambio, consiste –una vez conquistado el objetivo final– en el progresivo retorno al “buen salvaje” rousseauniano, al individuo originario, inocente, cándido, capaz de dar rienda suelta a su imaginación y a su libre voluntad. Destruido el Estado, los hombres –¡por fin!– conocerán “el buen vivir”, la realización concreta de la utopía. Y, quizá, esta segunda parte de la doctrina sea, con creces, más lamentable –tristi, diría Maquiavelo– que la primera. Si los fundadores del anarquismo hubiesen leído con rigor a Spinoza se hubiesen ahorrado el trabajo de levantar toda esta auténtica teología de la esperanza: la cara opuesta de la moneda del temor.
Desde Aristóteles, la organización social, y su continuo perfeccionamiento, representa la garantía de que la humanidad abandone, cada vez más, su condición animal, salvaje, hostil y agresiva, para devenir en ciudadanos, o como decía Spinoza, en “hombres de bien”. Hay gobiernos que, no sin palmaria ignorancia y consecuente mala fe, se autodefinen de “izquierda”, y, al modo de Robespierre, de Hitler o Stalin, promueven la anarquía –especialmente su pars destruens– para llegar, subidos sobre sus hombros, al peor de los despotismos. Entre tanto, van creando la ilusión de que ya “falta poco”, de que el camino es de colas y desabastecimiento, de inseguridad personal y sanitaria, como producto de “la guerra económica” generada por “los malos” contra “los buenos”. Pero “más temprano que tarde” se alcanzará la meta, porque “el futuro nos pertenece”. Y conviene tener muy claro el hecho de que “futuro”, aquí, significa volver al mundo de las chozas y de los palafitos que inspiraron el nombre de una Venecia depauperada. El ofertado “futuro” de esperanza es, pues, el de las felicísimas comunas pre-históricas, sustentadas en la economía del trueque y las “zonas de paz”, es decir, en la “guerra de todos contra todos”, Trucutrú y su mazo incluidos.
Decía Marx, siguiendo a Hegel, que quienes consideran que los hombres son el producto del ambiente y de la educación abstractamente comprendida, olvidan que el ambiente es transformado de continuo por los hombres y que el educador solo puede llegar a serlo si es educado. Una sociedad de pastores puede llegar a funcionar muy organizadamente, mientras viva aislada del resto de la sociedad. Basta con ubicarla en el centro de una ciudad violenta para observar cómo su talante inevitablemente se transforma y amolda a la violencia. El lumpanato o, más simplemente, el malandraje, no tiene ninguna capacidad de llevar adelante un “proceso” de transformación para bien del ser social. No es, propiamente, ni rojo ni negro. Nada sabe de civilidad, porque él es, en sí mismo, una contradictio in abjectio.
@jrherreraucv