La dialéctica, ese esfuerzo del pensamiento por comprender la esclerosis del ser social, tiene el trabajo de denunciar, una y otra vez, los límites que por su propia condición traza el entendimiento abstracto, reflexivo. Límites que, la mayor parte de las veces, redundan en el espejismo de los prejuicios, las presuposiciones, los fanatismos, las sectas y los cárteles. Lo que por años, a la sombra de “la cortina de hierro”, se insistió en llamar diamat -la “dialéctica materialista”- y que fuese convertida en una especie de cuerpo de “Leyes inmarcesibles” -en realidad, una ideológica tautología-, nada tiene que ver con la fluidez, el rigor y la inteligencia características de la dialéctica. Todo lo contrario, el diamat es, directamente, la negación misma del pensamiento, su conversión en piedra. Es el culto a la muerte de la inteligencia. El entendimiento separa y congela. Su norma es el esquematismo, el mecanicismo. La dialéctica com-pren-de, es un com-pene-trar-se, una com-pene-tración. Es, pues, un traspaso, o más precisamente, un traspasar. De hecho, “comprender quiere decir superar”, como dice Hegel. Por eso mismo, comprender y valorar la posición y justificación que pueda llegar a tener “el otro”, el adversario político -el cual, en no poca medida, pudiera llegar a contener buena parte del patrimonio histórico común- significa liberarse de toda ciega fe, de todo dogma, de toda inflexión.
No hay cosa que despierte mayor pasión en el alma de un convencido -aunque sin tener conciencia de ello- adepto al entendimiento abstracto -pleno, como suelen estar, de furor- que la idea de enfrentar al “enemigo” hasta su completa liquidación. La “guerra a muerte”, la destrucción absoluta del adversario, lleva consigo, de hecho, la impronta de la reflexión del entendimiento. La guerra como “continuación de la política por otros medios”, como dice Clausewitz, terminó, durante la Primera Guerra Mundial, en la utilización del “gas mostaza”, el más infame instrumento de combate de la época, con el propósito de aniquilar, literalmente, al enemigo. Pero aquello no fue, por cierto, una labor dialéctica, sino la consecuencia necesaria del triste fanatismo ciego, que, a la vez, es resultado de los límites -los “muros de la vergüenza”- que suele trazar la lógica del entendimiento. Como tampoco lo fue el holocausto, durante la Segunda Guerra. La representación de pretender reducir lo diferente a la nada olvida que, una vez conquistado el objetivo, lo no-diferente se divide en dos, con lo cual -siempre-vuelve a surgir la diferencia.
En realidad, “el otro” no es más que el reflejo invertido del “nosotros”. El yo no solo es el yo: es el yo y el nosotros. No existe objeto sin determinaciones. La oposición -la dialéctica- es, por cierto, determinante y necesaria porque, en última instancia, ella constituye la propia y auténtica objetivación del ser social. Sin “el otro” se desvanece toda realidad y deviene lógicamente imposible la propia existencia. Los asesores de Trump deberían advertírselo. Para el entendimiento, en cambio, la “parte ganadora” es una gran -y ficticia- amoeba política y social. Es un involucionar hasta mucho antes de la prehistoria humana. Por fortuna, la “astucia de la razón” funciona: no sin hacer un guiño, termina transformando el triunfo de la amoeba en su derrota, es decir, en dos determinaciones en busca de recíproco reconocimiento. No hay, pues, revoluciones buenas y revoluciones malas. Revolucionar algo no es dañarlo, es colocarlo en la órbita de su tiempo. Toda revolución es el peri-pathos elíptico de la historia y, en este sentido, más que un simple entender es un comprender, un superar que conserva. Se equivoca, pues, Carlos Alberto Montaner, quien confunde a Marx con los ideólogos de la ya citada “cortina de hierro”. Que la barbarie se defina “revolucionaria” no significa que lo sea. Más lamentable aún es el hecho de que los opositores a la barbarie acepten como “revolucionarias” las felonías de la barbarie.
Una población que en más de su ochenta por ciento se opone al régimen se auto-denomina “escuálida”. Con ello, sólo se evidencia la actual incompatibilidad existente entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se es. El 10% restante de la población se auto-califica como “el pueblo” o “la patria grande”. Y son estos últimos quienes se asumen “revolucionarios”. No obstante, sus grandes “hazañas” han consistido en saquear al país y destruir su producción material y espiritual.
Una revolución no es involución, aunque la involución no esté exenta de aparecer disfrazada de revolución. La cuestión consiste en saber diferenciar cuándo estamos ante una auténtica revolución y cuándo ante una involución, ante un ritorno de la barbarie. La Ilustración fue revolucionaria en su época, como lo fue la creación de la rueda o el desarrollo de la gran industria. Las “revoluciones” de la barbarie no pasan de ser montoneras. La barbarie se propone aniquilar al otro. Está convencida de que puede subsistir tan sólo ella. Y, así, se propone barbarizar al otro suprimiendo las facultades mentales de su “enemigo de clase”, antes de anularlo por completo. Lo que no sabe la barbarie es que al suprimir las facultades mentales del otro lo transforma en barbarie, o sea, en su idéntico. Tal ha sido la “utopía” que, durante muchos años, ha motivado a los Castro’s brothers. Sus acuerdos con el narcotráfico y la instauración de narco-Estados en el Continente, nacen de esta “bondadosa” y “pacifica” arma mortal, que se propone ganarle al “Imperio” esta “última” guerra “no convencional”. Que el narcotráfico sea o no un jugoso negocio -afirman- es lo de menos. Pero, quizá, la cosa sea al revés, y resulte que la supuesta “guerra” termine siendo la excusa perfecta para seguir aumentando el “patriótico y revolucionario” negocio. Y eso, Montaner, no es ninguna revolución: es, simplemente, un crimen de la malandritud contra la humanidad. Hay que romper los estrechos límites, las paredes del entendimiento abstracto, esa catedral del fanatismo.
@jrherreraucv