Refundar el Estado – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

Todo pueblo tiene objetos peculiares de su fantasía: dioses, ángeles, demonios, héroes, mártires o santose55ea19d9a7935c30dea1a6d37ed4c70_400x400 que viven en sus tradiciones, y cuyas historias y hazañas impresionan su imaginación, cabe decir, sus representaciones, haciéndose “perdurables”, unas veces con menor y otras con mayor exacerbación, dependiendo del contexto histórico en el cual se encuentre. La memoria es, como dice Hegel, “la horca de la que cuelgan estrangulados los dioses griegos”. Y fue justo sobre el sepulcro divino de la antigüedad clásica que pudo el gran filósofo alemán sorprender el momento en el cual tuvo lugar la formación del mundo moderno, precisamente porque comprendió que la anciana Tragedia fue la forma literaria en virtud de la cual la crisis de la sustancia ética puso de relieve los primeros signos del traumático rompimiento de lo general y lo particular, de lo público y lo privado. Esta separación, esta fractura –la Trennung–, sigue siendo la clave de la comprensión del presente, y especialmente del presente venezolano.

En sus exhortaciones por una humanidad opuesta al imperio del odio y la venganza, Antígona, la conocida Tragedia griega de Sófocles, siempre representó para Hegel una opción válida y viviente, respecto del patetismo del “deber ser” y de su banal moralidad instrumentalizada. De hecho, en el capítulo de la Fenomenología del espíritu, dedicado a la Eticidad, Hegel sugiere que la determinación asumida por Antígona no proviene de un capricho ni de un impulso, sino que se sustenta en una concepción clásica de lo ético, que inspira, nada menos, la construcción del Estado occidental, a saber: el surgimiento de la recíproca oposición entre los valores constitutivos de la sociedad civil y los de la sociedad política, los polos que sostienen la tensión del ser y de la consciencia sociales.

De hecho, el Estado occidental, a diferencia del oriental, es el resultado de la relación de oposición de la sociedad civil y la sociedad política. La primera de ellas es el elemento productivo que posibilita la concreción de la hegemonía cultural de un grupo social que termina definiendo el contenido ético del Estado. La segunda, en cambio, es el cuerpo jurídico-político-burocrático-militar del tejido estatal. Cuando entre estos dos términos polares existe reconocimiento recíproco se configura un “bloque histórico” que hace progresar al Estado. Pero cuando entre dichos términos no existe relación entre lo constituyente y lo constituido, cuando entre ambos elementos se manifiesta el alejamiento, la inflexión y la indiferencia recíproca, se produce una profunda contradicción que termina en un conflicto radical. Un conflicto que, al decir de Marx, no pocas veces termina en un proceso de explosión social.

Una sociedad política orgánica y fluida no es la que limita sino la que expande. No es la que deprime las iniciativas privadas sino la que las propicia y resguarda el pleno desarrollo de los ciudadanos. No es la que oprime lo civil, la que pretende controlarlo todo, sino la que lo libera y conduce a lo público. Es, a fin de cuentas, una cuestión de formación para la madurez, una cuestión de autonomía. Pero en una sociedad en crisis orgánica, entre ambos términos se genera, por su propia dinámica antagónica, el no-reconocimiento recíproco, la experiencia especular en la que cada término, al decir de Borges, “mira y es mirado”. Se trata de la pérdida de la unidad, de la armonía, y de todo reconocimiento del otro, de una fijación que corrompe y cristaliza los dos entes que conforman el Estado, perdiéndose así la sustancia ética de la sociedad. Y no hay decreto, ni forma jurídica, ni habilitante, ni “carta magna” que, “desde arriba” o por la fuerza –“sea como sea”–, pueda imponer la recomposición o el reordenamiento del carácter orgánico de dicho Estado. Y esto, quizá, sea de suma importancia, porque no se trata de defenestrar del poder a un individuo o a un determinado grupo –por lo demás, desahuciado– para poner, sin ton ni son, otro –u otros– en su lugar: se trata de modificar sustancialmente el modo de concebir la relación entre dichos términos de la relación opositiva. Como podrá observarse, la posible superación de la crisis no es un asunto de técnica, ni de “modelos” políticos o económicos: es un asunto de refundación del Ethos.

No hay “caminos verdes” ni atajos. No hay formas jurídicas –en realidad, abstracciones– ni lenguajes rimbombantes que, cual varita mágica, puedan recomponer lo que se ha descompuesto. En efecto, la simple promulgación de “nuevas leyes” especiales, las declaraciones de motivo en cadena nacional o –todavía peor– las amenazas de costumbre, no son suficientes para que pueda manifestarse un cambio que logre superar la actual situación de crisis orgánica que padece el país. Pensar concretamente en la refundación del Estado se ha convertido en la más auténtica “salida” objetiva. Las constituciones son efectivas solo si son la fiel exigencia de la vida práctica, si son el resultado compilatorio de los deseos de la voluntad general. Una concepción del Estado solo expresa el contenido del Estado cuando dicha concepción coincide con la realidad, es decir, cuando es su más fiel y nítida expresión.

En este sentido, se puede afirmar que la Venezuela de hoy no es, propiamente, un Estado, y que solo lo será cuando el consenso general logre curar las heridas que nosotros mismos nos hemos infligido. Tal vez, la propuesta de una nueva constituyente sea la respuesta adecuada que se requiere para superar el desgarramiento actual. Eso sí: siempre que ella no sea, como tantos otros, un mero “saludo a la bandera”, un patético artificio gatopardiano, una vana institucionalización de la memoria de los dioses y los héroes, que conduzca al país, de nuevo, al patíbulo de su historia.

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