Recuerdo y libertad – José Rafael Herrera

Por: José Rafael Herrera

A finales del siglo XIX, la frenología –aquella tendencia médica que le asignaba a cada facultad mental o a cada instinto una determinada zona del cerebro, convirtiéndolo así en una suerte de molde o gavera– intentó relacionar el tamaño del cerebro con las capacidades intelectivas y mnemotécnicas, tanto de los animales como de los humanos. El gran tamaño del cerebro de los elefantes hizo pensar a los frenólogos en una inmensa masa de memoria de largas orejas, trompa y colmillos, que se balanceaba, no sin cierta solemnidad, de un lado al otro, abriéndose paso a través de la espesa jungla. Si a ello se le suma el hecho de que los elefantes tienen la capacidad de aprender tareas específicas y que las desempeñan con estricta precisión –sin olvidarlas– y que, además, nunca olvidan el rostro de quienes les han hecho daño, la tesis de los frenólogos parecía irrefutable. Por cierto, y como resultado de aquellas investigaciones frenológicas, el sentido común hizo suyo el conocido refrán de “tener memoria de elefante”.

Hoy se sabe que el tamaño del órgano cerebral no está directamente relacionado ni con la memoria ni, mucho menos, con la inteligencia. Basta ver las dimensiones de la cabeza de Trucutú para darse cuenta de ello. Los procesadores personales o los “chips”, a medida que se han hecho más complejos, muestran dimensiones cada vez más reducidas. No obstante, sus capacidades de almacenamiento mnemotéctico aumentan vertiginosamente, y cada vez más. De hecho, en el presente, y hasta nuevo aviso, tendría que descartarse al paciente y taciturno elefante del refrán, para afirmar que un determinado individuo es poseedor de una flamante “memoria informática”.

La mnemotecnia –nombre que deriva de Mnemósyne, la titánide griega, hija de Gea y Urano, y madre de las musas, que personifica la memoria de la que reyes y poetas recibían el don de la palabra– es una técnica que se sustenta en el orden impuesto por la reflexión del entendimiento sobre las imágenes. Por eso mismo, y a consecuencia del triunfo definitivo de la ratio instrumental, la memoria dejó de ser re-cuerdo para devenir ingenio, esto es, el hecho de dar forma y orden a las cosas. En efecto, para Vico –y antes que él para Bruno– la memoria, en su significado más pedestre y vulgar, ha terminado siendo “fingida fantasía”, de la que se derivan los llamados descubrimientos ficticios, propios de “los tiempos de bárbaros retornados”. Tiempos, pues, en los cuales la memoria se torna “confusa fantasía” imperante.

El recuerdo es cosa muy distinta de la memoria. El recuerdo no es una oda al pasado, ni la glorificación de “los años dorados”, ni un poner la objetividad de lo que ya no es, de lo que ha sido vaciado de todo contenido –de lo muerto propiamente dicho–, con el pre-determinado propósito de repetirlo mecánicamente, una y otra vez, incluso sin saber lo que se dice: temeroso multiplicador infinito de “ademanes inútiles”. La memoria no deja que los muertos entierren a sus muertos. Es la manifestación insufrible del “Chávez vive”, de la “soledad sin vida”. Borges recuerda a Funes el memorioso –no lo “memoriza”, lo recuerda, aun no teniendo “derecho a pronunciar ese verbo sagrado”–: “sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”. A fin de cuentas, Funes, el memorioso, no recuerda porque “no era muy capaz de pensar”. Recordar es pensar, es actio mentis, es comprender –superar– el fluir de las diferencias. La trama del recuerdo –ese continuo re-hilar– no pretende extasiarse en el pasado, sino reconstruirlo, concrecerlo, con el firme objetivo de conquistar la libertad. El recuerdo excluye el temor, se ha liberado de él. Más bien, el temor le teme.

A diferencia del recuerdo, la memoria es la compañera inseparable del temor. El re-sentido vive en la memoria, porque no vive en el presente, sino en las formas muertas del pasado. De hecho, el temor invertido –mor-te– es la muerte. Quien, desde el presente observa todas las determinaciones del pasado, cada ofensa recibida, cada humillación, cada atropello, cada traición, cada derrota, cada caída y, no obstante, es capaz de comprenderlas para levantarse una vez más, ya no puede sentir temor, porque ahora se sabe a sí mismo y sabe de lo que es capaz la fuerza de su libre voluntad.

No hay cosa que más le guste a un memorioso –siempre ambicioso, aunque poco pensante– “ultra”, es decir, a un “socialista” del siglo XXI o a un “fascista rojo” –da lo mismo–, que un mártir. Infectados de odio, de resentimientos ancestrales y atávicos temores, buscan “héroes”, de ser necesario, hasta debajo de las piedras, para poder exclamar patéticas letanías in memoriam: “¡Gloria eterna a los caídos!”. Exigen venganza. El ritual termina poniendo en evidencia la burda hipocresía, el cinismo, la farsa detrás de los honores evangélicos de “la corte malandra”. Ayer fue Frabricio; hoy es Zamora. Hay derroche de víctimas o de chivos expiatorios. En realidad, entre los unos y los otros solo cuentan los “dead Presidents” que, en Estados Unidos, es el modo “malandro” de llamar a los billetes verdes. Conviene recordar que la raíz indoeuropea de la expresión martir es mer, raíz que comparte con “memoria” y “memorándum”. Tal vez –y no deja de existir en ello cierta coherencia filológica–, todo mer-tir redunde en memorioso ti-mor.

Si todo ser es hacer, para el Espíritu, recordar es hacerse presente, es conciencia que crece y concrece, es el aquí y el ahora dispuesto para la libertad. Como dice Hegel, “la meta o el Espíritu que se sabe a sí mismo como Espíritu, tiene como su camino el recuerdo de los espíritus como son en ellos mismos y cómo llevan a cabo la organización de su reino”. La filosofía y la historia “forman el recuerdo y el calvario del espíritu absoluto, la realidad, la verdad y la certeza de su trono, sin el cual el espíritu absoluto sería la soledad sin vida”. El amor por la libertad es más fuerte que el miedo. Re-cordar es la premisa de toda libertad.

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