Por: José Rafael Herrera
“Todo conocimiento es un reconocimiento -apuntaba Hegel, al pie de un aguafuerte, en el que uno de sus discípulos lo representara con asombrosa fidelidad-. Quien me reconozca aquí me conocerá”. Como han hecho notar los especialistas y biógrafos del gran filósofo alemán, la frase en cuestión no hace referencia exclusiva al grabado en cuestión. Es, más bien, el resultado de sus dilatadas investigaciones, desde los últimos años de su estancia en Frankfurt -1799-1800- hasta los del llamado período de Jena -1801-1807-, período que, como se sabe, vio nacer la que quizá sea su obra más importante, la Fenomenología del Espíritu: la obra en la que por cierto expone, por primera vez de un modo explícito, su novedosa concepción del “reconocimiento”.
Las conclusiones de Hegel apuntaban a la superación del modelo atomístico de organización política de la sociedad, que halla sus presupuestos en la tradición del derecho natural, en el que lo singular resulta ser “lo primero y lo más alto”. El derecho natural se sustenta, según Hegel, en determinaciones ficticias sobre la “naturaleza humana”, que esbozan una organización de la vida social que admite como comportamientos “naturales” meras acciones individuales, y que luego formaliza como características “universales” y “racionales” de toda comunidad, una vez purgadas de toda inclinación empírica. El derecho natural está, pues, “embarrado” de atomismo, porque presupone como la base “natural” de la socialización humana la existencia de sujetos aislados entre sí. Presupone un aislamiento de los unos con los otros a partir del cual resulta imposible desarrollar orgánicamente la unión ética de los individuos en la sociedad, siendo, entre sí, “extraños” que, a lo sumo, pueden llegar a ser “la unidad de los muchos”, o sea, una “no-unidad”. En realidad, los hombres -y las mujeres- no son entes aislados: el hombre -y la mujer- son un zoon politikón, un “animal político”, social, de costumbres.
Una auténtica unidad, una “unidad viva”, como la denomina Hegel, no resulta de los espacios dejados por las delimitaciones propias de la vida privada, sean las de un bando o del otro, sino de la plena y consciente libertad “de lo general y de lo individual”, es decir, como resultado del “cumplimiento de la libertad de todos los singulares”, a la luz del uso o costumbre que pone en práctica la propia comunidad social. De hecho, y siguiendo para ello el modelo de las antiguas ciudades-estado de la Polis griega, su concepción de la Eticidad (Sittlichkeit o ‘costumbre’) da cuenta del hecho de que ni las leyes promulgadas por el Estado ni las convicciones de los sujetos singulares sino únicamente las acciones intersubjetivas cotidianas están en capacidad de fundamentar la realización de la libre voluntad de la sociedad. De ahí que la legislación pública no pueda, para Hegel, construirse sobre la base de “lo que debería ser”, sino sobre la base de las reales y efectivas costumbres de los ciudadanos, inmersos en aquella zona “negativa”, pero imprescindible, de la Eticidad: la sociedad civil. Ni los individuos privados están por encima de la sociedad ni la sociedad está por encima de los individuos privados, porque una sociedad ubicada por encima de los individuos es, ella misma, una parte, no una unidad. Y viceversa: los individuos ubicados por encima de la sociedad no constituyen una sociedad efectivamente unida. Sólo en la “existencia de la diferencia” surge la más auténtica expresión de la Eticidad.
Este reconocimiento solidario de la libertad de los individuos en su conexión ética, pasa por la necesidad de una profunda reorientación de los conceptos en virtud de los cuales es posible expresar los cambios producidos en la interpretación de las relaciones existentes entre los individuos que conforman la nueva sociedad. Necesario, pues, sustituir los presupuestos de la concepción atomística propia del Derecho Natural: “Si el pueblo es más que el singular, puesto que el singular aislado no es nada autónomo, debe, como las partes, ser en la unidad con el todo”. En otros términos, una nueva concepción de la sociedad, en vez de partir de las acciones de los sujetos atomizados, debe partir de lazos éticos, de recíproco re-conocimiento, dentro de cuyo cauce se mueven los sujetos.
El “devenir de la Eticidad” es la “progresiva manifestación de lo negativo y lo subjetivo”. En el recorrido de ese “devenir”, en medio de la lucha continua que la libre voluntad debe librar para confirmar su verdad, en medio del proceso simultáneo de crecimiento de la formación colectiva y de las libertades individuales, puede producirse la concreción de una sociedad que logra afirmar el re-conocimiento de la particularidad de todos los singulares en la búsqueda del bien común.
Re-conocimiento es, en tal sentido, la interacción de los individuos que está en la base de las relaciones jurídicas y políticas de la sociedad, es decir, la recíproca disposición de actuar libremente, delimitado por la propia esfera de acción en favor del otro, y que va constituyendo una consciencia común que, finalmente, logra estatuirse en el marco de las relaciones institucionales.
Las relaciones éticas de una determinada sociedad (Sitte) son formas de intersubjetividad en las que el acuerdo complementario y, por ello mismo, la necesaria comunidad de los sujetos, contrapuestos los unos a los otros, se fundamentan en el re-conocimiento recíproco. El sujeto deviene en la medida en que se sabe re-conocido por otro en determinadas facultades y cualidades. Lo que se contrapone no por ello resulta antagónico sino, más bien, complementario. El movimiento del re-conocimiento consiste, pues, en un continuo proceso gradual de conflicto y reconciliación. Si los sujetos deben luchar por sus derechos, no lo hacen por un instinto de autoconservación, sino por ser re-conocidos. Que un determinado régimen o una determinada oposición políticas no logren comprender este “giro copernicano” dado por la filosofía política con Hegel sólo da cuenta de que su modelo de interpretación aún sigue aferrado a los presupuestos de doctrinas que ni son auténticamente “socialistas” ni democráticas. En todo caso, ambas muestran su conservatismo político y su condición abiertamente reaccionaria.