Por: Karl Krispin
¿Qué es la patria, señor?, se preguntaba en una fotografía el escritor (y fotógrafo) Alfredo Armas Alfonzo desde San Francisco de Tiznados en 1957 al detallar la figura de un hidalgo campesino. La imagen fija una Venezuela rural a la que terminaría devorando una modernidad distorsionada. El retrato forma parte de la exposición dedicada al maestro oriental en el Trasnocho Cultural y que absolutamente nadie debe perderse. La maravillosa-fabulosa muestra de Armas es una forma de maravillarse y fabular a Venezuela a partir de una lente que se atreve a registrar ese país de pobreza y alpargata pero sólido en sus valores de honestidad y respeto anteriores al progreso. Un país de un pasado remoto y hasta ajeno que la democracia transformó y que la antipostmodernidad de las invasiones bárbaras se encargaría de devolver al limbo premoderno y ágrafo. En nuestros vertiginosos días hemos perdido la noción de lo que alguna vez fuimos. Venezuela es una propuesta tambaleante en que el porvenir es una palabra indebida y preterida. Carecemos de la certeza que nos diga que avanzamos. Estamos irremediablemente atrapados en la historia como señalaba Francis Fukuyama respecto a los pueblos que no han alcanzado la satisfacción de sus cálculos materiales. Esta trampa sin embargo tiene la virtud para citar al scholar de que hay todavía una lucha por el reconocimiento y la voluntad de arriesgarse por metas puramente abstractas, vale decir el coraje permanente de lo ideológico.
¿Qué es la patria, señor?, nos preguntamos en nuestras jornadas inquietantes en que parecemos condenados a no entendernos y sufrir de catástrofes virales como la intolerancia, el odio, la violencia, el castigo por pensar distinto, entre una sociedad enfrentada a un gobierno sordo y violador de las garantías fundamentales. Aquí no se trata de un duelo entre venezolanos. Es una lucha entre la libertad del individuo y el poder egolátrico que se admira a sí mismo en el cristal deformante de su arrogancia. Cuando cumplí dieciocho años, una de las emociones que tuve fue que finalmente tendría la capacidad de inscribirme en el CSE para votar. Me convertía en parte de la causa que preservaba la nación. Con mi voto confirmaba o negaba los límites de ese poder. Nunca dejé de hacerlo. Me entusiasmaba pensar que mi voto tenía un carácter fundacional que me hacía ciudadano de la República y hasta de la patria, aunque el concepto luzca empolillado y hasta cursi. Fui uno de los electores de María Corina Machado y se han escarnecido con ello: me han arrebatado mi voto y han degradado públicamente mi noción de ciudadanía que por más ínfima que fuese, afirmaba los vínculos sostenedores que me hacían pensar que vivía en un espacio democrático y que mi país era un proyecto común de responsabilidad compartida. Si mi voto ya no vale nada, si ha sido relegado al estercolero de la historia, me hago la pregunta: ¿Para qué sirve votar en este estado actual de cosas? Y sigo cuestionando, que es lo único que nos queda en el reducto inviolable de la conciencia: ¿Qué sentido tiene un sistema de gobierno que desoye, insulta, manipula y violenta la opinión de sus ciudadanos?
¿Qué es la patria, señor?, me cuestiono como el caballero de San Francisco de Tiznados entre estos días opinados, sin alcanzar los verbos del futuro escandalosamente extraviados en la calle. Y esa interrogante que viene y va, está en cada una de las frases que repiten quienes buscan con afán que llegue un mañana para olvidarse del hoy. Exigir la restitución del voto, la democracia y la ciudadanía es tarea irrenunciable ante los monstruos de la sinrazón, los oprobiosos gritones del Estado fallido. La sociedad entera está de pie y jamás de rodilla, mucho menos en tierra.