Por: Ibsen Martínez
El viernes 2 de febrero de 2007 iba yo cruzando a pie la avenida Miranda de Caracas, a la salida de la estación del metro “Parque del Este”, cuando el estruendo de reactores de combate me hizo detenerme y mirar a lo alto.
No era, por cierto, la primera vez que a los caraqueños nos han sobrevolado cazas interceptores. El 27 de noviembre de 1992, hace veinte años, y como secuela sísmica de la fracasada intentona del entonces teniente coronel Chávez contra el presidente Carlos Andrés Pérez, ocurrida en febrero de aquel año, varias unidades de la fuerza aérea se sublevaron y brindaron durante todo el día una chambona batalla aérea en los cielos de la ciudad.
Vimos de todo desde los balcones y también por la televisión: pilotos eyectados, por ejemplo. Un avión Bronco de reconocimiento y ataque derribado por las antiaéreras del gobierno –emplazadas a la carrera en la azotea de un centro comercial cercano– sobre la pista del aeródromo militar de La Carlota, situado justo al centro del valle de Caracas, a la vera de la autopista que cruza el valle de este a oeste y de urbanizaciones de clase media alta.
Algunas de las bombas arrojadas aquel día no estallaron nunca y permanecieron acordonadas con cinta plástica amarilla durante semanas mientras alguien se animaba a venir a desactivarlas. La sorna caraqueña agradeció con alivio a la corrupción del medio militar la providencial compra con sobreprecio de bombas que de ningún modo iban a estallar.
En aquella ocasión todo el parque aéreo desplegado por facciosos y leales era de fabricación estadounidense. Caía la tarde cuando la rebelión fue sofocada. Uno de los pilotos alzados, tripulando un F-16, rompió la barrera del sonido sobre la capital antes de tomar tierra y entregarse. Declaró más tarde que lo había hecho porque siempre había soñado con ello, desde que era cadete, y pensó que, una vez rendido, nunca más tendría oportunidad de hacerlo. No puedo iamginar mejor ejemplo de frivolidad.
Los cazas a reacción que llamaron mi atención hace cinco años eran dos flamantes Sukhoi SU-30, reconocibles por el doble alerón de cola, distintivo del diseño militar de la era soviética. Eran los primeros que llegaban a Venezuela, sólo dos de una escuadrilla de veinticuatro cuya compra había sido anunciada hacía ya tiempo. Aquel vuelo de práctica preludiaba el desfile militar anunciado para dos días más tarde.
Con el desfile militar del domingo 4 de febrero de 2007, Chávez conmemoró su fallida intentona de hace veinte años. Apenas una semana el parlamento, entonces monopartidista, había abdicado ante el Máximo Líder la función legisladora –“sólo durante dieciocho meses”– al promulgar una “ley habilitante”. Sugestivamente, el primero de sus decretos ordenaba que la fecha de un madrugonazo perpetrado a espaldas de todos sus conciudadanos, para derrocar un presidente legítimamente electo, se celebrase en lo sucesivo como fecha patria, como día de júbilo con asueto pagado.
Desde entonces, los venezolanos estamos en la obligación de izar en los portales la bandera nacional –a su vez modificada en su diseño por la Asamblea Nacional para complacer un desvarío “historicista” del Comandante– y conmemorar un fracasado intento de golpe que hoy el “doble lenguaje” de nuestra particular distopia reescribe como “rebelión cívico militar”.
El 4 F del 92 quedó, pues, consagrado desde este año –¡para todos los venezolanos, incluso los adversarios pacíficos de Chávez!– como “Día de la Dignidad”, y así ha de ser celebrado en las escuelas elementales.
Uno se siente siempre tentado a creer que la historia se desarrolla entre unas docenas de personas que ‘rigen el destino de los pueblos’ y de cuyas decisiones y actos resultará lo que, más adelante, será denominado ‘Historia’, pero, aunque pueda sonar paradójico, no deja de ser un simple hecho que las decisiones y los acontecimientos históricos realmente importantes tienen lugar en nosotros, en los seres anónimos, en la entrañas de un individuo cualquiera, y que ante estas decisiones masivas y simultáneas, cuyos responsables a menudo no son conscientes de estar tomándolas, hasta los dictadores, los ministros y los generales más poderosos se encuentran completamente indefensos.
Ojalá la hoy enorme masa opositora venezolana no ceda a la aquiescencia tan propia de lo que Álvaro Vargas Llosa llamó, alguna vez, “la contenta barbarie” y retribuya estas infamias votando masivamente el 16 de diciembre.
Ibsen artínez está en @ibsenM