Por: Antonio A. Herrera-Vaillant
Es candoroso pensar que, con tan sólo dialogar, coger calle o votar se acaba una dictadura: Para llegar a eso deben coincidir varios elementos.
Es difícil imaginar un final cívico para cualquier régimen de fuerza, ratero, cobarde, torpe, mediocre, indisciplinado, sucio y petulante. Pero si algo nos enseña la historia es que no existe honra entre ladrones, por lo que allí tampoco es concebible un final “heroico”, y menos, glorioso.
Las grandes mayorías son tan sólo decisivas en democracia, pero hasta el viejo Anastasio Somoza solía afirmar que hasta una dictadura necesita un respaldo popular de al menos 25%. Estar por debajo del 15-20%– y bajando – marca un punto de no retorno político.
Las privaciones materiales, por si solas, tampoco traen la caída de una tiranía. Allí están los millones de muertos por hambre de la Unión Soviética y la China de Mao. Al lumpen – y aún a ciertos empresarios – no se les puede pedir más que lo que en otros tiempos recomendó Jovito Villalba a los margariteños: “a los blancos cógeles todo lo que te den, pero vota por URD”.
La presión internacional es otro ingrediente a valorar en su just0 peso, sin euforias ni histerias. Donde en estos tiempos una intervención directa es impensable, la exclusión de un país de la comunidad democrática también tiene sus bemoles: En cuanto un régimen se categoriza como dictadura entra en juego aquello de que fuerza justifica fuerza, siendo que lo que es igual no es trampa.
El final de una tiranía montada tan solo sobre mentiras y bayonetas requiere una confluencia de factores que incluyen el sentir de la población, el colapso económico, el entorno internacional; pero además, los previsibles imprevistos: Un bajón adicional del petróleo, nuevas sanciones, y los eternos saltos de garrocha.
Para enfrentar efectivamente a una gavilla sin principios ni escrúpulos, lo fundamental es identificar las condiciones objetivas y manejar una dinámica que lleve a sus integrantes menos comprometidos al convencimiento que al negocio no le queda futuro, que se aproxima la hora del sálvese quien pueda, y que se necesitan vías de escape.
Dentro de un régimen esencialmente militar, determinado conjunto de realidades, sumadas, pueden precisar cómo, cuándo y dónde quienes portan los hierros del sistema llegan a decidir si cierto juego “no va más”.
En una dictadura, el diálogo y el voto no son sino consecuencias de lo determinado por otra realidad: Puentes de plata para cuantos entienden que pescuezo no retoña, y la opción menos cruenta y costosa para quienes mejor manejen el arte de lo posible.